Las elecciones al Parlamento Europeo han dejado varios titulares. El primero es el auge de la ultraderecha —impulsada especialmente en Alemania y Francia—, que tendrá cerca del 18% de los escaños de la Eurocámara. A pesar de este aumento, la alianza tradicional de populares, socialdemócratas y liberales resiste y mantiene la mayoría.
El Partido Popular Europeo (PPE) ha ganado las elecciones con 186 escaños, seguido de los Socialistas y Demócratas (S&D) con 135 y los liberales (Renew) con 79, según los resultados provisionales. Por su parte, las fuerzas ultraderechistas sumarán 131 escaños, y los Verdes, 53. Tras conocerse estos resultados, la actual presidenta de la Comisión Europea y candidata del PPE, Ursula von der Leyen, pidió a los partidos europeístas construir “el bastión contra los extremos de la derecha y de la izquierda”.
En el podcast de este mes analizamos los resultados de las elecciones europeas con Josep Ramoneda, periodista, filósofo y escritor; Anna Bosch, periodista de TVE y excorresponsal en Estados Unidos; Viviane Ogou, especialista en relaciones entre la Unión Europea, África y el Sahel; Jaume Duch, portavoz y director general de Comunicación del Parlamento Europeo; Pablo R. Suanzes, cofundador de 5W y corresponsal en Bruselas, y Agus Morales, director de 5W.
Como siempre, un podcast de Raül Flores y Núria Jar. El montaje musical es de ROAD AUDIO.
Este podcast nace de una colaboración con la Oficina de Parlamento Europeo en Barcelona.
Recuerda que puedes escuchar todos nuestros monográficos en el espacio podcast mientras navegas por la web, o descargarlos a través de las principales plataformas como Spotify, Ivoox o Apple Podcast.
La fotoperiodista Anna Surinyach, editora gráfica de 5W, ha obtenido el primer premio en la categoría portrait series (serie de retratos) de los Istanbul Photo Awards con su proyecto Mar de Luto, una serie fotografías realizadas bajo el agua para denunciar las muertes invisibilizadas de quienes intentan alcanzar Europa por mar.
Los premios, organizados por la agencia Anadolu, han premiado fotografías en diez categorías, seleccionadas de entre más de 20.000 imágenes presentadas a esta edición. La Fotografía del Año ha sido la imagen del fotoperiodista Mohamed Salem de una mujer abrazando el cuerpo sin vida de su sobrina en la Franja de Gaza, recientemente galardonada también con el World Press Photo a la imagen del año. En total, los galardones han reconocido los trabajos de 32 fotógrafos y fotógrafas .
El proyecto Mar de Luto —parte de cuya investigación se realizó junto a Mercè Folch y el equipo del programa Solidaris de Catalunya Ràdio— denuncia las muertes invisibilizadas de personas migrantes en las rutas por mar hacia la Unión Europea: desde 2014, una media de nueve personas han muerto cada día en esas rutas. Las cifras son superiores a la de muchas guerras, pero apenas tienen impacto pese a que son muertes ocurridas a las puertas de una Europa blindada. El trabajo de Surinyach muestra, bajo el agua, los retratos que las propias familias utilizan para buscar a los suyos, en un proyecto tras el que hay un trabajo periodístico ingente: desde la reconstrucción de tres naufragios hasta el acompañamiento de familias y viajes a Senegal, Marruecos, Sáhara Occidental y varios puntos de España.
El resultado transmite historias como la de Maimouna Fati, que tenía 27 años cuando zarpó de la costa de Tan Tan (Sáhara Occidental) el 22 de septiembre de 2022 junto a 57 personas. Antes de salir mandó una nota de voz a su hermano Bakary para decirle que rezara por ella, que estaba a punto de subirse a la embarcación: “Cuando recibas una llamada pérdida de un número español da gracias a Dios, querrá decir que he llegado”. Esa llamada nunca llegó. Su madre y su hermano llevan un año de lucha incansable para conseguir alguna información sobre lo que ocurrió con la embarcación de Maimouna, pero esa información tampoco ha llegado.
Además de los Istanbul Photo Awards, desde su publicación el pasado noviembre Mar de Luto ha sido reconocido también con premios como el Premio Zampa 2023 y ha sido finalista en el Pictures of the Year (POY) y el Premio Luis Valtueña de Fotografía.
¿No me encontraron?
No. No me encontraron.
Pero se supo que la sexta luna huyó torrente arriba
y que el mar recordó ¡de pronto!
los nombres de todos sus ahogados.
Federico García Lorca: Poeta en Nueva York
Parte de la investigación del proyecto Mar de luto se ha realizado junto a Mercè Folch y el equipo del programa Solidaris de Catalunya Ràdio.
“Cuando recibas una llamada perdida de un número español da gracias a Dios, querrá decir que he llegado”. Con este mensaje, Maimouna, una senegalesa de 27 años, se despedía de su hermano Bakary. Dos meses después, cuando conocí en Tambacounda (Senegal) al propio Bakary y a su madre, Kalo Kebe, seguían sin haber recibido esa llamada. No sabían nada de ella.
Cuando Maimouna se lanzó al mar el 22 de septiembre de 2022 desde el Sáhara Occidental junto a 57 personas más, solo se lo dijo a su hermano pequeño. No quería que nadie supiera que iba a arriesgar su vida para intentar llegar a Europa. Como Maimouna, al menos 31.997 personas han perdido la vida intentando alcanzar suelo europeo a través del mar desde 2014. Son datos registrados por la plataforma Missing Migrants de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM). Eso supone una media de nueve personas al día. Son cifras de guerra, pero la alarma social no es la misma, pese a que estas muertes suceden a las puertas de Europa. Nueve personas durante más de 3.600 días. Con un agravante: se contabilizan las que las autoridades o las oenegés registran, pero solo el fondo del mar sabe el número real.
¿Dónde están los cadáveres? ¿Qué pasa con las familias que no pueden hacer el duelo? ¿Por qué no hay un protocolo común para buscar a las personas desaparecidas e identificar a los muertos? He intentado responder estas preguntas a través del proyecto fotográfico Mar de luto, cuyo propósito es hacer visibles las muertes que Europa esconde.
En 2015 me subí a bordo del Dignity I, barco de rescate operado por Médicos Sin Fronteras, para documentar las condiciones en que miles de personas se veían obligadas a lanzarse al mar. Desde entonces, nunca he dejado de prestar atención a este drama humanitario que año tras año sigue creciendo en nuestras costas. En paralelo, las políticas migratorias no hacen más que endurecerse: la externalización de fronteras y la vulneración de derechos humanos son cada vez más públicas y evidentes, sin que ello tenga peajes políticos; todo lo contrario, de hecho. Durante los primeros años que estuve documentando rescates en el mar, cuando encontrábamos embarcaciones en las que había personas muertas o se producía un naufragio con desaparecidos, los medios de comunicación solían fijarse en esta noticia y publicarla. Quizá no era la más importante del día, pero era noticia. Con el paso de los años, esas muertes se han normalizado. Ya no son noticia.
¿Cuál es la cara oculta de esas desapariciones y muertes? Sus familias, para quienes el impacto emocional es devastador. Al dolor de la pérdida se le suma la incertidumbre de no saber qué ha pasado, la impotencia de no poder acudir a ninguna ventanilla oficial para pedir información y el miedo a denunciar la desaparición a las autoridades.
El mar traga cadáveres, y los pocos que expulsa son enterrados en nichos sin nombre. Los procesos de identificación son complicados y la mayoría de las veces no terminan en nada. Las muestras de ADN que se conservan en los laboratorios forenses no se pueden cotejar porque los familiares cercanos no cuentan con los medios económicos o legales para acudir y realizar las pruebas que permitan la identificación. Muchas ni siquiera se lo han llegado a plantear. El 90% de los cuerpos que escupe el mar no son identificados. Son, en todo caso, una minoría: de la mayoría de las personas desaparecidas no queda ni rastro.
Mar de luto es el resultado de años de trabajo documentando las rutas marítimas hacia Europa. Las muertes no cesan en el mar y a menudo los naufragios son invisibles. El proyecto combina la investigación periodística, realizada junto al equipo del programa Solidaris de Catalunya Rádio —de ahí nació el podcast El mar, el mur—, con imágenes sumergidas de los retratos que las familias utilizan para obtener información sobre sus seres queridos. La inmersión de esas fotografías tan importantes para las familias es una forma de insistir en la identidad que las políticas migratorias europeas quieren arrebatar a las personas desaparecidas. Mar de luto requirió la reconstrucción de naufragios, el acompañamiento de familias y viajes a Senegal, Marruecos, Sáhara Occidental y varios puntos de España, como las islas Canarias, Andalucía y Cataluña.
El 15 de mayo de 2017 Maisa Sambé tenía 27 años. Decidió cruzar el mar junto a seis personas desde Tánger. En aquel momento tenía dos hijos que se quedaron en Senegal: Bouba, de dos años, y Aliou, de cinco. Se embarcó en una pequeña toy, una embarcación a remos, que naufragó poco después de partir. Cinco de los viajeros pudieron nadar hasta las costas marroquíes, pero Maisa y otra de las personas a bordo, Adama, no lo lograron. Adama vio cómo Maisa se hundía y finalmente fue rescatado por un barco de Salvamento Marítimo.
Fuimos a casa de Maisa, en Fimela (Senegal), y allí conocimos a su madre, Aissatou, a uno de sus hermanos, Aliou, y a su hijo, que también se llama Aliou. Viajé allí junto a Mame Sheik, presidente de la Federación de Asociaciones Africanas en Canarias, y un equipo de Catalunya Ràdio formado por Mercè Folch y Martí Cuní. Hacía cinco años de la desaparición, pero Aissatou seguía con la esperanza de volver a escuchar la voz de su hijo. Enfermó esperando. Nos dijo que empezó a perder la vista tras la desaparición de Maisa.
Maisa vivía en casa de su madre con su esposa y sus dos hijos. La habitación sigue allí, pero ahora está vacía. La mujer de Maisa no ha podido tramitar ningún tipo de pensión de viudedad. Es algo habitual, un problema para los familiares que se tiende a olvidar: si no hay certificado de muerte o de desaparición, no hay derecho a indemnizaciones ni, por ejemplo, a administrar herencias. La camiseta de fútbol de Maisa es una de las pocas pertenencias que su madre guarda. En la puerta de la habitación sigue colgada una foto para recordarlo. En ella aparece junto al camión que conducía para ganarse la vida en Senegal.
Cuando visitamos a la familia de Maisa, su hijo mayor, Aliou, tenía 10 años. Aliou suele estar en casa de su abuela (la madre de Maisa). Es donde mejor se encuentra. Al igual que Maisa, su hijo también sueña con ser futbolista algún día. Aliou suele ir a bañarse con sus primos y amigos a un sitio al que llaman ndagan maak, que significa “playa grande” en serer.
Ilha Roudane es la hermana de Mohamed, desaparecido en el mar Mediterráneo en febrero de 2022. La Asociación de Ayuda a los Migrantes en Situación Vulnerable (AMSV), creada en 2017 en Oujda (Marruecos), se encarga de denunciar la falta de respuesta por parte de las administraciones e intenta ayudar a los familiares a buscar a sus desaparecidos. “Sabíamos que Mohamed quería irse, nos lo dijo. Hablaba todo el rato con nosotros. Cuando llegó a Argelia, nos informó. Pero un día dejamos de tener noticias suyas. Hemos escrito cartas a todas las instituciones de Marruecos, Argelia y España para ver si tenían alguna información fiable sobre dónde puede estar mi hermano. Cada consulado nos ha dado informaciones distintas. Estamos muy tristes, estamos sufriendo mucho”, nos dijo Zahara.
La AMSV recoge todos los casos que le llegan y elabora informes de cada una de las desapariciones para hacer una labor de denuncia y exigir respuestas a las administraciones. Desde 2017 ha recibido centenares de denuncias por parte de familiares que buscan a sus desaparecidos. En las imágenes, de izquierda a derecha, aparecen datos del informe de Mohamed Roudane, la carta que la familia envió al Ministerio de Asuntos Exteriores de Marruecos denunciando la desaparición y centenares de expedientes custodiados por la AMSV.
La ruta marítima más mortífera para alcanzar Europa es la del Mediterráneo Central, la que va del norte de África a Italia. Al principio la mayoría de embarcaciones que seguían esta ruta salían de Libia, envuelta en el caos posgadafista. Miles de personas, sobre todo del África negra, se encontraban trabajando en Libia en 2011, y tras la caída de Muamar el Gadafi el país se convirtió en una ratonera para aquellos trabajadores que no necesariamente habían llegado allí con la idea de ir a Europa, pero que en aquel momento se quedaron sin otra alternativa. Muchas de las personas con las que me crucé en 2015, 2016 o 2017 habían huido de Libia y habían sido víctimas de torturas, violaciones y explotación laboral. En los últimos años hemos visto cómo esa ruta se ha ido modificando ligeramente: ahora el principal punto de salida es Túnez. Las llegadas desde Túnez se han más que triplicado en 2023 y las cifras globales de esta ruta recuerdan a las de 2017. Las muertes y desapariciones en el mar también han crecido.
En otras rutas ha ocurrido lo mismo. Estos últimos años hemos visto cómo la ruta que separa África Occidental de las islas Canarias ha vuelto a utilizarse. Muchas embarcaciones están saliendo desde el Sáhara Occidental o incluso Senegal y Gambia para intentar llegar a las islas.
En el podcast El mar, el mur seguimos a dos embarcaciones que salieron del Sáhara Occidental en septiembre de 2022. En ellas viajaban Maimouna, Cira Cissé y Lamine Cissé, entre otros.
Maimouna Fati tenía 27 años cuando zarpó de la costa de Tan Tan (Sáhara Occidental) el 22 de septiembre de 2022 junto a 57 personas. Antes de salir mandó una nota de voz a su hermano Bakary para decirle que rezara por ella, que estaba a punto de subirse a la embarcación: “Cuando recibas una llamada pérdida de un número español da gracias a Dios, querrá decir que he llegado”. Esa llamada nunca llegó. Su madre y su hermano llevan un año de lucha incansable para conseguir alguna información sobre lo que ocurrió con la embarcación de Maimouna. Esa información tampoco ha llegado.
Kalo Kebe, madre de Maimouna, no sabe nada de su hija. “Si nadie los ha visto [a los pasajeros] desde hace dos meses, ¿puede ser que estén muertos y nadie lo sepa?”, nos preguntaba cuando la conocimos en Tambacounda. Fue en aquel momento, a través de las respuestas que nosotras le dábamos, cuando empezó a cobrar conciencia real de que nunca volvería a ver a Maimouna.
La falta de información empuja a las familias a aferrarse a cualquier esperanza. También a recurrir a los marabúes (brujos). Desde que Maimouna desapareció, Kalo acude a uno de ellos de forma regular.
Los marabúes son una figura importante y arraigada en la cultura y sociedad senegalesas. Tienen prestigio social y se les atribuyen poderes espirituales. Ante la ausencia de información oficial, las familias, desesperadas, acuden a los marabúes para que les digan qué pasó con sus seres queridos. Muchos jóvenes los visitan también antes de viajar. El marabú les entrega un amuleto al que llaman gri-gri para protegerlos durante la ruta.
A 150 kilómetros de Dakar conocimos a Birama Dog, el marabú de la comunidad de Simal. Nos contó que recibe a muchas personas que buscan a familiares desaparecidos en toda la ruta, no solo en el mar, y que intenta ayudarlas. Aseguraba que podía saber el paradero de la persona desaparecida tan solo conociendo su nombre y el de su madre.
La magia ocupando el espacio que debería ocupar la responsabilidad de los Estados.
La senegalesa Cira Cissé tenía 35 años cuando desapareció. Vivía en Tambacounda con su marido Bakary y sus cuatro hijos. En el último mensaje que envió a Bakary, le decía que la noche del 22 de septiembre de 2022 tendría la posibilidad de cruzar el mar. Bakary había fracasado varias veces en su viaje a Europa, por eso esta vez fue Cira quien lo intentó. Nunca llegó. A Bakary le ha costado meses explicarle a sus hijos que su madre ha desaparecido.
La psicoterapeuta estadounidense Pauline Boss acuñó el término “pérdida ambigua” para definir la incertidumbre que sufren las familias de personas desaparecidas. “Es una pérdida poco clara, sin pruebas. Ni de vida ni de muerte. Las familias supervivientes quedan confundidas, preguntándose si su ser querido sigue vivo o está muerto”. Boss acuñó este término tras sus investigaciones sobre familias de soldados desaparecidos en combate en la década de 1970.
Los cuatro hijos de Cira y Bakary siguen viviendo en la casa familiar de Tambacounda. Tras la desaparición de su mujer, Bakary está preocupado por los estudios de sus hijos. No sabe cómo los costeará, especialmente los de sus hijos mayores. Después de que Cira desapareciera, el marabú al que la familia acude les dijo que compraran una cabra blanca, que eso les traería suerte y recibirían noticias. Antes de asumir la desaparición de Cira, Bakary recorrió todas las cárceles de Mauritania en busca de pistas. No encontró nada.
Lamine Cissé es de Senegal. Salió en una neumática junto a 33 personas desde El Aaiún, en el Sáhara Occidental, el 23 de septiembre de 2022. Tenía 24 años. Salvamento Marítimo rescató la embarcación nueve días después a 278 kilómetros del sur de Gran Canaria. En ella encontraron a un superviviente y cuatro cadáveres. Las otras 29 personas, entre ellas Lamine, siguen desaparecidas. Según el relato del único superviviente, Lamine fue una de las personas que enloqueció cuando el barco iba a la deriva… y acabó tirándose al mar. En Senegal se quedaron su mujer y su hijo.
Aminata Cissé es hermana de Lamine y vive en Guédiwaye, en la región de Dakar. Se enteró de la desaparición de su hermano por una llamada de su padre desde la región de Casamance, en el sur de Senegal, días después de que la patera saliera. “Hablábamos a menudo por WhatsApp, pero nunca me había contado que se quería ir a Europa”, dice Aminata. Quien avisó a la familia fue Sadio, su tío, quien vive actualmente en España. Los padres de Lamine creen que su hijo está preso en Marruecos o en las islas Canarias. Para obtener más información o más bien comprar esperanzas, también ellos acuden a los marabúes locales, que les aseguran que sigue vivo.
Los cuatro cadáveres hallados en la patera en la que viajaba Lamine fueron trasladados a la morgue del Instituto de Medicina Legal y Ciencias Forenses de Gran Canaria. Permanecieron allí hasta que el juez dio la orden de enterrarlos. Ninguno de los cadáveres fue identificado, a ninguno se le asignó un nombre, a pesar de que uno de los fallecidos llevaba una carta de solicitud de asilo en el bolsillo y de que el único superviviente de la embarcación reconoció, mediante fotografías proporcionadas por familiares, a un joven con el nombre de Alhassane Camara. Nada de eso sirvió para que el juez reconociera la identidad de estas personas. Tampoco se hicieron pruebas de ADN a los supuestos familiares de los muertos. De hecho, costó mucho que se les informara de las muertes, ya que la Cruz Roja, la única organización que tiene un pequeño proyecto para intentar identificar a los muertos y desaparecidos en las pateras, exige que haya una denuncia por parte de las familias para facilitar cualquier tipo de información.
El proyecto de la Cruz Roja, impulsado por el forense peruano Jose Pablo Baraybar, pretende crear una metodología científica para identificar a las personas desaparecidas en los naufragios a partir de las pocas pistas disponibles. Sin embargo, los recursos para este proyecto son limitados y no acaba de funcionar. El forense está trabajando con Pierre François, un ingeniero que trabaja en el Departamento de Telecomunicaciones del Instituto Nacional de Ciencias Aplicadas de Lyon, para desarrollar una aplicación que, mediante inteligencia artificial, ayude a reconstruir los rostros de los cadáveres recuperados para averiguar su identidad.
Los cuatro cadáveres de la patera en la que viajaba Lamine fueron enterrados en el Cementerio de San Lázaro. La cruda ironía es que estos cadáveres no solo no fueron identificados, sino que se les dio sepultura con información errónea. Los cuatro cadáveres iban en la misma embarcación y llegaron el mismo día, pero las fechas inscritas en sus lápidas son diferentes.
Las humillaciones que sufren las personas que no logran cruzar el mar siguen incluso más allá de la muerte.
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Casi 60.000 personas atravesaron la selva del Darién, entre Colombia y Panamá, el pasado mes de octubre. Fue el mayor tránsito jamás registrado en este inhóspito tramo de la ruta hacia Estados Unidos. Dos de cada tres huían de Venezuela y la mayoría de ellos viajaba en familia. Mujeres embarazadas, niños pequeños y bebés de pocos meses están enfrentándose diariamente a esta travesía inhumana, de largas caminatas, jornadas sin comer y noches a la intemperie en las profundidades de la jungla darienita.
Yéssika Aguilar ha estado a punto de dar a luz prematuramente en una de las rutas migratorias más peligrosas del mundo. Está embarazada de siete meses y no sabe si podrá llegar a tiempo a Estados Unidos para solicitar asilo.
—Me temo que nacerá antes, en Guatemala o en México.
Jonathan Cartaya palpa el vientre de su mujer. Él cumple hoy 36 años. El hijo de ambos, Jósber, hará cuatro la próxima semana. Los tres almuerzan un plato de arroz en las afueras de la ciudad panameña de David, en el porche de la casa de la señora Rina, a quien acaban de conocer. La anciana los ha acogido para librarlos de pasar otra noche en la calle. Mañana continuarán su camino y dormirán en algún lugar de Costa Rica.
Como otros centenares de miles de venezolanos, la familia Cartaya Aguilar ha atravesado a pie la jungla que separa a Colombia de Panamá.
Yéssika, Jonathan y Jósber son supervivientes de la selva del Darién.
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La carretera Panamericana serpentea más de 30.000 kilómetros desde Prudhoe Bay hasta Ushuaia, desde Alaska a la Patagonia. Sin embargo, un pequeño agujero negro en el mapa impide conducir desde una a otra esquina del continente. Nunca se asfaltó el camino a la altura del Darién. Desde el norte, como una vía muerta, la calzada se interrumpe abruptamente en Panamá; desde el sur, termina en Colombia. En medio de los dos extremos inconexos reina la jungla. No existe ningún paso fronterizo entre ambos países vecinos. Atravesar furtivamente la selva es el único modo posible de cruzar la muga colombo-panameña.
Más de 210.000 personas han recorrido esta ruta entre enero y octubre, casi el doble que en todo el año pasado. El 15% son menores. La inmensa mayoría son familias venezolanas que han huido del colapso económico de su país con la esperanza de ser acogidas en Estados Unidos. Desde 2015, han abandonado Venezuela 7,1 millones de sus habitantes —uno de cada cinco, aproximadamente, según datos de Naciones Unidas—. Después de Colombia y Perú, Estados Unidos es el destino que ha recibido un mayor número de ellos.
Génesis Ayari acaba de llegar con sus tres hijos a la playa colombiana de Necoclí, la última parada antes de adentrarse en la espesura.
—Todos me dicen que no me meta en la selva con los niños.
—Pero tú vas a cruzar la frontera con ellos.
—Pues claro, chamo.
Sofía tiene seis años. Ángel, tres. Emmanuel es un bebé de doce meses. Los cuatro van a dormir en la tienda de campaña que Génesis ha conseguido prestada esta tarde, y que ahora está montando sobre la arena, antes de que anochezca, antes del aguacero que viene por el horizonte.
Partieron hace 35 días de Puerto Cabello, en Venezuela. Entraron en Colombia por Maicao, junto a la costa del Caribe. A veces parando a conductores por la carretera, a veces suplicando monedas para un billete de autobús, a veces a bordo del remolque de un camión, han conseguido llegar hasta aquí, hasta el golfo de Urabá, contiguo a la frontera panameña. “Tres días he pasado sin comer, mira cómo estoy de flaca”. De voz firme y mirada hirviente, Génesis es muy, muy delgada.
Llevan más de un mes malviviendo en la calle, en las cunetas. No traen consigo más que una muda y un petate con restos de comida. Cualquier chatarra servirá para armar un brasero. Lo más urgente es hacerse con una cacerola para cocinar la cena. Génesis mira alrededor.
—Necesito alimentarme para amamantar al pequeño.
Una multitud de familias venezolanas se esparce por la playa de Necoclí. Todas aguardan su turno para embarcar en una lancha hacia el extremo opuesto del golfo, hacia la aldea de Capurganá, a solamente mil quinientos pasos de la frontera panameña. Allí comienza la jungla. Génesis sabe que es una prueba atroz de supervivencia. Habla con media sonrisa forzada y un miedo en los ojos imposible de disimular.
Muestra cómo se le eriza el vello mientras relata una de tantas historias que le han contado sobre los espantos del Darién: la de una madre que pierde a sus dos hijos, arrancados de sus propios brazos por la corriente del río, cuando trata de vadear el cauce. Tal puede llegar a ser el precio de este viaje.
Después de la travesía de la selva, rumbo norte, vendrán otras cinco fronteras centroamericanas. La sexta será la de Estados Unidos.
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Necoclí, cálida y fértil, toda de verde, es una cuadrícula de diez calles de norte a sur y otras diez de este a oeste, no todas asfaltadas, trazadas sobre un esquinazo de tierra que se abalanza sobre el golfo de Urabá. Este confín de Colombia tendría todo para asemejarse a eso que suele llamarse paraíso, de no ser por el desastre humanitario que se extiende por cada uno de sus rincones.
En los puestos ambulantes de la playa no hay gafas de bucear, ni flotadores con forma de flamenco, ni toallas de Bob Esponja. Lo que ofrecen es una variedad de machetes, hornillos, linternas, botas impermeables y frascos de creolina —un desinfectante que también se utiliza como repelente de reptiles, insectos y arácnidos—. Lo llaman “el kit del Darién” y lo venden a precios abusivos. No todos aquí pueden permitirse, por ejemplo, una tienda de campaña. Muchos duermen en hamacas, otros en el suelo. El chaparrón de anoche encharcó el pueblo y esta mañana Jennyfer se siente griposa.
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Jennyfer Alvarado es caraqueña, ingresó en la academia de la Guardia Nacional Bolivariana siendo aún adolescente, alcanzó el rango de sargento segunda y abandonó Venezuela en 2018, poco después de cumplir la mayoría de edad. Decidió marcharse una noche en la que sorprendió a su madre llorando frente a la nevera.
—No había nada para comer el día de mi 19 cumpleaños.
Emigró a Colombia, Ecuador y Perú. En Lima conoció a su pareja, con quien acampa hoy bajo una tejavana. Gabriel Moreno es de Los Teques y fue suboficial en las Fuerzas Especiales de la Marina venezolana. Salió del país en 2017 por razones económicas pero también por desencanto político.
—Me arrepiento de algunas órdenes que tuve que acatar.
—¿Cómo cuáles?
No contesta y prefiere omitir los nombres de su batallón y de su comandante.
Llevan casi tres semanas en Necoclí. Quieren salir cuanto antes, a pesar del estado febril de Jennyfer, pero les faltan unos pocos pesos para pagar a los lancheros. Tienen el equipaje listo, envuelto en plástico para que no se empape. Sus vidas caben en una bolsa de basura y aún les sobra espacio. Él tiene 27 años. Ella, 22.
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En Necoclí hay dos embarcaderos desde los que zarpan las lanchas rumbo a Capurganá, la puerta colombiana del Darién: unas dos horas, unos 65 kilómetros de navegación. Los viajes los operan dos empresas turísticas, coordinadas entre sí, que están explotando un negocio mucho más lucrativo con la migración. A quienes viajan sin billete de vuelta para adentrarse en la selva —es decir, a prácticamente todos sus clientes— les cobran el doble: unos 40 dólares. Consultadas ambas compañías, se niegan a comentar este sobreprecio.
Además, los funcionarios del ayuntamiento recaudan una tasa de 90 céntimos a cada pasajero. “Esto es todo un comercio”, se resigna Samuel.
—Estoy buscando trabajo aquí, con el favor de Dios.
—Si lo encuentras, ¿te quedas?
—No, varón. Es para pagar el tiquete de la lancha.
Samuel Rivas lleva dos semanas en Necoclí con su mujer, Katerín Tovar, y su hijo Damián, de cuatro años. Él trabajaba envasando pollos en San Felipe, Venezuela. Con el bebé recién nacido, incapaces de salir adelante en su país, la familia se instaló en Cúcuta, en el costado colombiano de la frontera. Allí se dedicaron a portar equipajes y mercancías por la trocha del puente internacional Simón Bolívar —el paso irregular de la muga venezolana por el río Táchira—.
Tras una noche a la intemperie, Samuel necesita ganar algo de dinero esta tarde, como Edwar, quien ha conseguido una pequeña paga de camarero en un asador necocliseño.
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Edwar Becerra ha dejado a su familia en Venezuela, tres hijos y un nieto. Era profesor de educación física y árbitro de fútbol sala en San Fernando de Apure, hasta que se hizo imposible subsistir con su salario. Emigró hace poco más de un año. En este tiempo errando por más de quince localidades colombianas le han atracado dos veces. “La segunda, me dejaron en chanclas, sin nada de nada de nada”. Ahora tiene alquilada una habitación compartida pero ha soportado dos meses seguidos durmiendo en la calle.
—Uno nunca imagina que terminaría rebuscando su comida en la basura, ¿ve?
Edwar se disculpa por interrumpir la conversación para comenzar a despejar las mesas de la terraza del restaurante. Ya no queda nadie cenando y ha empezado a jarrear, mucho más fuerte que anoche.
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Se desbordan las cloacas de Necoclí. “Imagínate, el alcantarillado se diseñó hace cuarenta años para unos 5.000 habitantes”, recuerda César Zúñiga, secretario de Riesgos de la Alcaldía. Ahora hay censados 20.000 vecinos y han llegado a convivir con hasta 25.000 personas más que esperaban su oportunidad de partir hacia el Darién. El municipio se queda sin agua potable ni red de telefonía.
El Ayuntamiento recopila los datos de todos los pasajeros que viajan a Capurganá. Cuando visito la zona, en agosto de 2022, están saliendo alrededor de 800 personas diarias, pero ha habido jornadas con más de 2.000 embarques. En su despacho del consistorio, Zúñiga permite un vistazo rápido al listado. Solamente en los primeros folios, las nacionalidades de los migrantes dan la vuelta al mundo: Ecuador, Perú, Chile, Brasil, Argentina, Haití, República Dominicana, Túnez, Mauritania, Mali, Senegal, Angola, Nigeria, Camerún, Eritrea, Somalia, Afganistán, Pakistán, Tayikistán, la India, Sri Lanka, Bangladesh, China, Tailandia, Vietnam, Japón…
—Entonces, ¿por qué en la playa prácticamente solo se ven venezolanos?
—Ellos son los únicos que se quedan acá represados, días o semanas, porque vienen sin plata para pagar la lancha.
Quienes proceden del resto de países suelen llegar de noche, con más recursos económicos, con el pasaje apalabrado, y zarpan a la mañana siguiente. Zúñiga enfatiza que estos desplazamientos son legales pero aparenta ignorar las redes mafiosas tejidas en la playa de Necoclí, que ofrecen guías para acompañar a los migrantes en el trayecto por el Darién. El tráfico de personas prospera a la vista de todos.
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—Marico, y qué pensabas que iban a decirte en la Alcaldía.
Mateo es el nombre ficticio de un hombre que lleva tres años haciendo negocio de forma directa o indirecta con el tránsito de migrantes en la playa. Confirma que el golfo de Urabá es territorio de traficantes y que ellos controlan cada movimiento en esta esquina de Colombia.
(Dairo Antonio Úsuga, alias Otoniel, comandante del Clan del Golfo, el narcoterrorista más buscado desde Pablo Escobar, fue capturado el 23 de octubre del año pasado en su bastión de Necoclí).
—En la selva mueven billetes —continúa Mateo—. Son rudos, mañosos, mucha malicia. No permiten que nadie hable. A uno bien pueden meterlo en el carro, sacarlo del pueblo y ¡pum! Lo desaparecen.
Con la mano pegada a la cintura dibuja el gesto de una pistola disparando.
—Mira, ese es uno de ellos —desliza arqueando las cejas, apretando los labios, señalando con la boca a un muchacho sentado en una silla de plástico, absorto en su teléfono.
El chaval se presenta con el nombre de Mono. Así llaman aquí a los rubios, y él tiene el pelo teñido con mechas amarillas. Muy pretencioso, sentencia que su negocio es la confianza. Explica que lleva a los migrantes a su casa y les muestra vídeos de cómo sus guías los acompañan por la jungla hasta entrar en Panamá. Les pide 350 dólares —lancha incluida— y les promete que seguirán un atajo para aliviar el camino. Les toma una fotografía y se la envía a su patrón, quien los recibirá en Capurganá.
“Los que pagan menos dan demasiada vuelta por la pura selva”, asegura Mono. “Esos otros guías no se hacen responsables, te parten el brazo, te dejan botado, te estafan. Aquello no es un paseo, no es para todo el mundo”. Mateo le reprocha que él también vende billetes a niños y embarazadas, y que tampoco sabe qué pasa con ellos una vez en el Darién.
Mono se encoge de hombros, se despide y ofrece su número de teléfono para continuar más tarde la charla. En su perfil de mensajería instantánea dice: “Cuenta de empresa”.
Pocos minutos después se aproxima un hombre corpulento, gran papada, ojos achinados, voz pausada. Detiene la motocicleta, saca una foto con el móvil sin ningún disimulo y exige explicaciones.
—¿Periodista? Esto no es España. Acá es más complejo. Manda uno, manda el otro. No haga más preguntas, ¿oyó? En esta playa solo deberían estar los que pasan al Darién. Vaya a Medellín a hablar con los venezolanos.
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La silla de plástico que Mono ha dejado libre se la habían afanado a la unidad móvil de la Cruz Roja instalada en la playa de Necoclí.
Sandra Quintero coordina un equipo de ocho sanitarios que atiende a un centenar de personas al día. “El perfil sociodemográfico más frecuente aquí es el de una familia de tres o cuatro hijos”. Muchos de ellos llegan deshidratados o con problemas causados por una mala alimentación. También es habitual que requieran algún tipo de cura, como puntos de sutura, en heridas leves. Quintero destaca, además, la asistencia psicológica que ofrecen a los migrantes.
—Nunca antes había visto una crisis así.
Hoy, 9 de agosto, han atendido a la familia Cartaya Aguilar, acampada a pocos metros del puesto médico. Han revisado el embarazo de Yéssika, que sigue su curso sin complicaciones —aunque no tiene forma de saber si será niño o niña porque nunca pudo hacerse una ecografía—. Han comprobado que el estado de salud de Jósber es bueno, a pesar de que está perdiendo peso. A Jonathan le han entregado medicinas para el derrame cerebral que sufrió dos meses y medio antes de llegar a Necoclí: necesita nimodipina, fenitoína y clonazepam.
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Patrón de granja, operario de fábrica de pañales, socorrista en la playa de Chichiriviche. Así es el currículum de Jonathan. Yéssika y él montaron en Maracay su propio negocio de compraventa de piedras abrasivas, que se utilizan para reparar piezas mecánicas. Cuando Venezuela se les hizo inhabitable se instalaron en Perú. Él se metió a albañil y recogió plásticos en la calle para sacar un pellizco con el reciclaje. Ella trabajó como cocinera y depiladora.
En mayo salieron de Lima con destino al Darién. Jonathan comenzó a sentirse mal a bordo del autobús en el que cruzaban Ecuador. Perdió el conocimiento, lo bajaron del vehículo y lo llevaron al hospital. Estuvo un mes y medio ingresado en la ciudad de Machala.
—Me dijeron que estaría seis meses sin caminar, y aquí estamos.
Aquí están, acampados en Necoclí, 67 días después del ictus sobrevenido en una carretera ecuatoriana. Aún le cuesta mover el costado izquierdo del cuerpo, le falta sensibilidad en la mano y sonríe solo a medias. “No puedo estresarme demasiado porque se me hincha la cara”.
Jonathan negocia esta tarde con un grupo de lancheros que merodean la playa. En ocasiones queda algún asiento libre, alguna plaza suelta, que se oferta con descuento. Saldrán mañana.
Se despiden con la promesa de llamar cuando estén en Panamá.
Yéssika sintió las primeras contracciones dos días después de meterse en la jungla. Tras cinco jornadas de travesía, cuando llegó a la primera población de Panamá, aún dentro de la selva, le inyectaron isoxsuprina para retrasar el parto.
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La caminata del Darién comienza en la aldea colombiana de Capurganá y concluye en el poblado panameño de El Abuelo, una finca privada a unos 45 kilómetros en línea recta desde el punto de partida. Los últimos pasos antes de llegar a la meta, al límite de la extenuación, revelan toda la crueldad de esta ruta migratoria.
Desde la mañana, entre la maraña verde de la jungla, sobre el marrón pastoso del lodo, va apareciendo lentamente una hilera de familias desfallecidas, enfangadas, semidesnudas. Apenas pronuncian palabra a su llegada a El Abuelo; si acaso, elevan al cielo alguna plegaria de agradecimiento, o preguntan por comida, por agua, por si alguien ha visto aquí a alguno de sus parientes o amigos.
Sus voces se quiebran pero con los ojos pueden decirlo todo. La mirada húmeda y temblorosa que traen en los metros finales de la andadura —casi imposible de sostener frente a frente— es la de quien poco a poco empieza a comprender que ya por fin está a salvo, que ha logrado sobrevivir después de haber visto la muerte demasiado cerca.
“Nadie debería cruzar por ahí”, alcanza a decir Gerson Arévalo, con las piernas hinchadas, abrasadas de picaduras, heridas y sarpullidos.
—Vea, ya no tenemos ni zapatos —Gerson señala las magulladuras en sus pies y pantorrillas.
Toda la familia ha llegado descalza a El Abuelo, sin equipaje, sin tienda de campaña, sin nada que echarse a la boca. “Llevamos dos días sin comer, nuestros niños han pasado hambre en la selva”, lamenta su mujer, Wilmerlis Alfaro, mientras busca un rincón entre las chabolas para acomodarse y descansar. Heidi, Gael y Geiker tienen seis, cuatro y dos años.
Gerson era pastelero en Mérida, Venezuela, hasta que el sueldo dejó de ser suficiente para pagar un techo y cinco platos.
—¿Qué quiere hacer cuando llegue a Estados Unidos?
—No lo sé. Trabajar en jardinería o lavando platos. Yo solo quisiera aprender.
Entre los venezolanos acampados en El Abuelo hay ingenieros, transportistas, funcionarios, manicuristas, hosteleros, administrativos, vendedores ambulantes o empleados de la petrolera PDVSA. Vienen de Barquisimeto, Valencia, Maracaibo, Barcelona, Acarigua, Buena Fé, Ciudad Bolívar o Puerto La Cruz.
Cada historia, como cada familia, es diferente a las demás. Sin embargo, sus relatos de la agonía del Darién siempre convergen en varios puntos:
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El Abuelo es, en realidad, una persona: Jerónimo Dequía, anciano de la etnia emberá. Los migrantes le pusieron este apodo, con el que se conoce también a su finca. Son las siete y media de la mañana y Jerónimo desayuna en su cabaña un grueso filete de cerdo y dos hojaldras —tortas fritas de trigo, típicas de Panamá—. Es el patriarca. Canoso, delgado, va impartiendo órdenes sobre la organización del campamento a los familiares que lo rodean.
—Hijos, yernos, nietos. Todos llevan mi apellido.
—¿Cuántos son ustedes, aquí en El Abuelo?
—No sé cuántos.
Everenio Dequía es su sobrino. Sentado frente a Jerónimo, aclara que son unos 80 parientes. Everenio se encarga de coordinar la evacuación de los migrantes que llegan a El Abuelo. Bajo la supervisión de cuatro agentes de la policía fronteriza de Panamá, hasta un millar de personas embarcan cada día en medio centenar de piraguas de madera. Los cayucos descienden el río Membrillo durante una hora hasta llegar a Canaán, un poblado emberá de unos 500 habitantes. Allí tomarán otra canoa hasta la orilla de la carretera Panamericana.
Los dos viajes cuestan 50 dólares en total. Los niños también pagan. Quien no tenga dinero para el billete deberá hacer “trabajo social”: limpiar las grandes cantidades de basura que están amontonando en este rincón del Darién.
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Panamá ha instalado un pequeño cuartel policial en Canaán. Los agentes fronterizos y los funcionarios de migración registran aquí la entrada de cada persona que atraviesa la selva. Además, siempre hay un fiscal desplazado en esta aldea. Hoy está de guardia Víctor García, especializado en crimen organizado, y a primera hora de la tarde toma declaración a una joven venezolana. Ariana Valor acaba de llegar con su hija, Ginett Oropesa, de cuatro años recién cumplidos. Este es su relato:
Mi pareja y yo comenzamos la relación cuando la niña era un bebé. Nos fuimos de Venezuela y nos instalamos en Perú, en Lima. Allí me agredió por primera vez. Me saltó un diente de un puñetazo, me clavó un lápiz a la altura del mentón y me golpeó con una tabla en la pierna. Aún tengo las marcas, mire. Rompimos y él se marchó a Colombia, a Cali. Al cabo de un año me llamó y me suplicó que volviéramos, que cruzáramos el Darién los tres juntos, que todo sería diferente en Estados Unidos, y yo le creí.
Comenzamos a discutir al segundo día de travesía por la selva, cuando me pidió la última pastilla potabilizadora de agua que nos quedaba. Yo me negué porque sabía que la necesitaríamos más adelante. No dejó de insultarme, de amenazarme, cada vez más agresivo. Subiendo a la loma más alta de la ruta me empujó hacia el precipicio que se abría a la derecha del camino. Yo llevaba a mi hija a hombros. Caímos y quedamos enganchadas entre las ramas de los árboles.
Cuando regresé al sendero volvió a empujarme y nos tiró al suelo. Trató de asfixiarme llenándome la boca de barro. Intentó ahorcarme con su camiseta. Entonces apareció una pareja de ecuatorianos mayores que nosotros. Les rogué que se llevaran a mi hija, ella no tenía por qué morir conmigo. Mientras los tres se adelantaban por la colina llegó un grupo de siete jóvenes venezolanos. Les pedí auxilio y la tomaron a palos con mi pareja. Él huyó corriendo ladera abajo con nuestra maleta. Se arrojó por el mismo terraplén al que me había empujado a mí. Los chamos lo persiguieron. No sé qué pasó después.
Me reuní con los ecuatorianos en la cima de la loma y recuperé a mi hija. Caminamos durante dos días más, asustadas por si él pudiera aparecer de pronto detrás de nosotras. Llegamos hoy mismo al campamento de El Abuelo y los agentes nos metieron en una piragua hasta aquí. ¡Por favor, solo les pido que nos deporten a Venezuela! No tengo fuerza ni dinero para continuar. Quiero regresar a Guárico con mi mamá. Ella piensa que seguimos los tres en Lima, nunca le dije que entraríamos en el Darién.
—Pero mami. Yo quiero que sigamos viajando —protesta, risueña, Ginett—. Y también quiero una manzana.
Se miran. Se sonríen. Se abrazan. Ariana contiene el llanto para seguir protegiendo a su hija de todos los horrores padecidos en las últimas semanas.
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Con el primer resplandor del día comienza el embarque en Canaán. El río Chucunaque, el más grande de Panamá, conduce la letanía de piraguas durante tres o cuatro horas hasta Puerto Limón, un meandro donde aguardan los camiones militares de la patrulla fronteriza. En los remolques del convoy llegarán hasta la Estación de Recepción Migratoria de San Vicente, al pie de la carretera Panamericana.
—La semana pasada recibimos aquí a un bebé de 22 días.
Conrado Hincapié coordina al equipo de Médicos Sin Fronteras desplegado en este campamento, completamente saturado, incapaz de alojar dignamente a un número cada vez mayor de personas que cruzan el Darién.
Un joven es traído en volandas hasta el consultorio. Se convulsiona en la camilla, víctima de la deshidratación extrema. “Lo que más vemos son diarreas agudas, infecciones respiratorias o lesiones músculo-esqueléticas como inflamaciones, contusiones, o fracturas”, detalla Hincapié. “Los peores casos son los relacionados con la violencia. En la primera mitad del año hemos atendido 151 agresiones sexuales”.
La Estación de Recepción Migratoria de San Vicente se está ampliando con la instalación de nuevos módulos prefabricados, pero el hacinamiento actual del recinto es insalubre. Jesús y Wlaismary no podían soportarlo más.
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Es mediodía y el sol tuesta el asfalto de la Panamericana mientras Jesús León y Wlaismary Lovera caminan por el arcén con su hijo Alberto, de un año y siete meses.
—¿Adónde van?
—Teníamos al niño desnudo y con diarrea, no podíamos quedarnos allí quietos.
Se han echado a la carretera para pedir auxilio a los vecinos que se dispersan por este paraje de la provincia panameña de Darién. En pocas horas han recibido un pedazo de pan, una lata de atún, un paquete de galletas, un racimo de plátanos, pañales para Alberto y varias prendas de ropa para los tres. Son todas sus pertenencias, no tienen nada más. “En la selva no dejábamos de caminar por miedo”, recuerda Jesús. “Ahora, por necesidad”.
Las autoridades panameñas tutelan el tránsito de los migrantes. Desde San Vicente salen los autobuses hacia Gualaca, un destartalado albergue de montaña a más de mil metros de altitud, en el extremo opuesto del país. El viaje dura cerca de doce horas y el billete cuesta 40 dólares. Quien no tenga dinero ya sabe qué debe hacer: limpiar las instalaciones y recoger la basura.
Una vez en Gualaca solamente quedan dos paradas más antes de la próxima frontera: la ciudad de David y el pueblo de Paso Canoas, un municipio internacional con un pie en Panamá y el otro en Costa Rica.
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Manuel Rojas ha escuchado que, bajo cuerda, ofrecen trabajo por horas como peón en una obra de Paso Canoas. Necesita el dinero pero apenas puede mantener el equilibrio, con las piernas entumecidas por trece jornadas de caminata por el Darién.
—Me arrepiento mucho de haber metido a mi familia en la selva, todo esto es culpa mía.
Lo dice masticando aún las emociones, esforzándose por tragar la rabia y la angustia, aprovechando un momento en el que su mujer, Norelvis Cerven, se ha ausentado para ir al baño en la estación de autobuses. “¿Y dónde vamos a dormir esta noche? Es fuerte, fuerte, fuerte”, repite Manuel en Paso Canoas. Su hijo Cristopher, un bebé de 11 meses, sentado en sus rodillas, tiene fiebre. Norelvis regresa del servicio con gesto sombrío. ¿Qué pasa, amor?
—Hacía casi un mes que no me miraba a un espejo —suspira.
Manuel es publicista. Norelvis era contable de la administración venezolana. De aquella vida caraqueña no queda más que un hatillo de plástico.
Al lado de la bolsa, abatido en el suelo, con la mirada perdida en la acera de enfrente, en la aduana de entrada a Costa Rica, está sentado Frank Uzcátegui.
Frank entró en la selva con su hijo Carlos, de 22 años, y hace más de dos semanas que no sabe nada de él. “El segundo día, después de almorzar, se separó del grupo y se apartó del camino. Dijo que iba a asearse. Pasó un buen rato y no apareció. Seguimos sus pasos y lo buscamos durante cuatro horas. Ni rastro. Casi al anochecer tuvimos que reanudar la marcha con la esperanza de que se hubiera perdido un momento y se hubiera orientado después, de que estuviera más adelante, o de que apareciera de pronto más tarde”.
Carlos Uzcátegui nunca salió de la selva. Su padre lo ha denunciado a las policías panameña y colombiana, pero no ha recibido ninguna información valiosa. Frank ya no sabe si seguir aguardando o continuar el viaje. Muestra una fotografía de su hijo en el teléfono móvil.
—No se puede explicar, entrar dos en la selva y salir solo uno.
Yéssika me llama por teléfono, tal y como había prometido. “¿Está usted en Panamá? Una vecina nos ha acogido en su casa, en David, en el barrio de San Cristóbal. Pregunte por la señora Rina y venga a reunirse con nosotros. Es el cumpleaños de Jonathan”.
Es viernes, 26 de agosto.
Estados Unidos cerró su frontera de un portazo el pasado 12 de octubre. Mediante una argucia legal, amparándose en normativas sanitarias de la pandemia, la Casa Blanca advirtió que los venezolanos que lleguen irregularmente al país serán expulsados a México. Hasta entonces, tenían la posibilidad de permanecer en suelo estadounidense para tramitar su solicitud de asilo.
Samuel Rivas, Katerín Tovar y su hijo Damián entraron en Estados Unidos el 13 de septiembre a través de una trocha cercana a Ciudad Juárez.
Frank Uzcátegui cruzó esa misma frontera solo unas horas antes que ellos y se instaló en la ciudad de Elkhart, Indiana. Allí va perdiendo lentamente la esperanza de que su hijo Carlos pueda aparecer con vida.
Edwar Becerra nunca llegó a atravesar el Darién. Continúa trabajando en Colombia, a la espera de encontrar otra vía para establecerse en Estados Unidos.
El endurecimiento de la política migratoria anunciado súbitamente por Washington sorprendió a Manuel Rojas, Norerlvis Cerven y su hijo Christopher en San Pedro Tapanatepec, en el estado mexicano de Oaxaca. Pisaron suelo estadounidense el 24 de octubre y se entregaron a la policía. Fueron detenidos, esposados, y deportados a México tras seis días de arresto. Vuelven a dormir en la calle. Ya no saben qué hacer.
Jesús León, Wlaismary Lovera y su hijo Alberto contaron en redes sociales que habían pasado la frontera de Costa Rica a finales de octubre, y no han dado noticias desde entonces. El contacto con Gerson Arévalo, Wilmerlis Alfaro y sus hijos Heidi, Gael y Geiker se perdió cuando salieron de la selva —no tienen teléfono móvil, lo vendieron para pagarse el viaje hacia el Darién, igual que Génesis Ayari y sus hijos, Sofía, Ángel y Emmanuel—.
No lo dijeron en Necoclí, pero Gabriel Moreno y Jennyfer Alvarado estaban esperando un bebé. Lo perdieron en Gualaca el 6 de septiembre a las 18 semanas de gestación. Ella sufrió una fuerte hemorragia y permanecen en ese albergue panameño. Jennyfer cumplió allí 23 años el 14 de noviembre. Una trabajadora de la Organización Internacional para las Migraciones les consiguió unos globos y unas guirnaldas para celebrarlo, en la medida de lo posible. Siguen allí. Han desistido de continuar el viaje y han iniciado los trámites para intentar quedarse en Panamá.
Con un embarazo, con un derrame cerebral, con un niño en brazos, con una selva de por medio, atravesaron Perú, Ecuador, Colombia, Panamá, Costa Rica, Nicaragua, Honduras, Guatemala y México: Yéssika, Jonathan y Jósber llegaron a Estados Unidos el 24 de septiembre. Él está trabajando en una construcción de viviendas mientras ella se recupera de la cesárea.
Alahana Cartaya Aguilar nació en Galveston, Texas, el 17 de octubre de 2022.
Hace un tiempo nos dijeron que el mundo se abría. Sucedió al final de la Guerra Fría: se puso de moda el término globalización —hoy tan demodé—, se instaló el llamado nuevo orden mundial —más jerga de la época—, se nos dijo que los Estados estaban de retirada —y es cierto que lo público perdió músculo—, se hizo propaganda de un mundo sin fronteras —al menos al comercio—. Pero el mundo, caprichoso, se encerró en sí mismo: desde la caída del muro de Berlín, en 1989, decenas de países han construido barreras, en su mayoría para separar el norte del sur global.
La seguridad es la explicación: protección frente al terrorismo, frente a la “inmigración ilegal”, frente a refugiados —personas que, precisamente, buscan protección—. Han pasado ya demasiados años para no darse cuenta de que esa no es una explicación o un motivo, sino un pretexto. La función esencial de los muros y las vallas no es defensiva, sino ofensiva. Las fronteras protegidas —y no las políticas sociales o la gestión pública— son una de las principales herramientas de los Estados para afirmar su poder, para reivindicar su vigencia, para justificar que deben existir.
El mundo está hoy hecho de cemento, concertinas y sensores. Los gobiernos y los medios de comunicación hablamos de muros y vallas, pero cada vez tiene menos sentido nombrarlas: las fronteras modernas son sofisticados dispositivos que, con su diseño y su virtuosismo tecnológico, exhiben la superioridad del Estado que las construye. Lo que se ve en el lugar casi nunca es un muro, sino una cadena metálica de vallas, concertinas, sensores, cámaras de seguridad, zonas desérticas, alambradas, inhibidores. El concepto medieval y opaco del muro o la valla tiene una pretensión práctica pero sobre todo simbólica: es ahí donde se concentran el dolor y la muerte, y los Estados ya no hacen nada para ocultarlo, sino que lo exhiben. La angustia existencial de los Estados —que tuvieron en el momento histórico de la pandemia una oportunidad para redimirse— se expresa en sus bordes, y tiene como víctimas a los fugitivos del planeta.
La tragedia bajo la valla de Melilla, que ha dejado al menos 37 muertos y centenares de heridos —según la oenegé Caminando Fronteras, aunque las autoridades de Nador cifraron los muertos en 23—, se inscribe en esta lógica perversa. El presidente español, Pedro Sánchez, habló de un “asalto violento” que suponía “un ataque a la integridad territorial de nuestro país”. No es una guerra lo que hay en esa frontera, pero el lenguaje bélico sirve para fortalecer al Estado, para crear un enemigo externo que cree un consenso interno. También dijo que la gendarmería marroquí “trabajó coordinadamente con las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado para repeler este asalto tan violento”. La violencia en una frontera ya no es solo una herramienta para la autoafirmación, sino un método para comunicarse con otro Estado, un lenguaje para entenderse con un vecino con el que no se entiende: la violencia se convierte en una forma cínica de diplomacia. Para recuperar la “cooperación” en materia migratoria, según la jerga oficial, España tuvo que tragarse el sapo de alinearse con las tesis de Marruecos y abandonar su apoyo a la vía del referéndum en el Sáhara Occidental. Esta tragedia ha sido la primera gran “cooperación” desde entonces.
Las palabras son importantes. Lo sabe el periodista Nicolás Castellano, uno de los que mejor conoce las migraciones y lo que se hace desde el Gobierno con las migraciones en España. Por eso escribió este tuit:
La normalización de ese léxico, como sugiere Castellano, es un triunfo de las ideologías xenófobas —mucho más plurales de lo que se piensa—. De fondo hay algunas consideraciones que nos pueden ayudar a medir la profundidad del problema, que va mucho más allá de que la extrema derecha sea la que domine el marco mental —el término de George Lakoff del que tanto se viene abusando— sobre las migraciones. ¿Han colonizado las ideas de la extrema derecha todo el espectro político, al menos en este ámbito? Lo terrible es que no hay resistencia a esa colonización. O peor: es una postura política que conviene a partidos en el Gobierno del espacio de la centroizquierda, no solo en el caso español. Ante la presión de la derecha política y mediática, estos partidos piensan que deben demostrar al electorado que son capaces de crear un Gobierno fuerte, y las fronteras son un lugar esencial para expresar su “sentido de Estado”. ¿Y entonces no perderán al electorado progresista, que es al que fundamentalmente se dirigen? Ni las políticas de asilo, ni una gestión humana de las migraciones ni la violencia en las fronteras son factores que puedan, por sí solos, cambiar la orientación del voto progresista. Sí funciona el reverso, como hemos visto sobre todo desde 2015: las políticas migratorias duras tienen premio electoral en la derecha, en el centro y quizá más allá.
Falta una investigación para saber qué ocurrió exactamente en el lado marroquí de la valla. Una crítica irracional y demagógica dibujaría una caricatura: la de Estados aprovechando cada oportunidad que tienen para reprimir y, si es necesario, matar. Masacres como la de Melilla se producen debido a un complejo entramado en el que participan los propios Estados, dinámicas locales, las redes de tráfico de personas y por supuesto el eslabón más débil, las personas que migran. La oenegé Caminando Fronteras, que siempre maneja información sobre el terreno, ha emitido un comunicado que nos da ese contexto: “Las condiciones de la tragedia de este viernes 24 de junio se vienen sucediendo desde hace varias semanas. Las campañas de detenciones, las redadas en los campamentos y los desplazamientos forzados contra las comunidades migrantes en Nador [Marruecos] y su región presagiaban este drama escrito de antemano. La reanudación de la cooperación en materia de seguridad en el ámbito de la migración entre Marruecos y España en marzo de 2022 ha tenido como consecuencia directa la multiplicación de las acciones coordinadas entre ambos países. Estas acciones están marcadas por las violaciones de los derechos humanos de las personas migrantes en el norte (Nador, Tetuán y Tánger), así como en el sur de Marruecos (El Aaiún, Dajla). El drama de este día tan triste es la consecuencia de una presión planificada contra los exiliados. Desde hace más de un año y medio, los emigrantes de Nador no tienen acceso a medicamentos ni a atención sanitaria, sus campamentos han sido incendiados y sus bienes saqueados, sus escasos alimentos destruidos e incluso se ha confiscado la poca agua potable de la que disponen en los campamentos”.
Los Estados quieren dar la impresión de que controlan las fronteras. Reprimen en las fronteras, pero en realidad no las controlan, porque han creado un sistema que genera muerte, dolor y también caos. Es la llamada “externalización de fronteras”, un término que no usan evidentemente los Gobiernos, sino los sectores críticos, que harían bien en buscar palabras menos técnicas y que lleguen más a la gente, algo en lo que la extrema derecha es especialista. Su aplicación es endemoniada, pero la idea es en realidad simple: supone, según la definición de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR), “el despliegue de una compleja arquitectura que desplaza la gestión de las políticas migratorias y de asilo hacia terceros Estados”, con el objetivo de “evitar y contener la llegada de personas refugiadas e inmigrantes en situación irregular”. Compras a otros, siempre más al sur, para que hagan el trabajo sucio. Lo cual abre la puerta al chantaje: lo vimos con Turquía y la Unión Europea, lo vimos en Ceuta y Bielorrusia el año pasado, lo veremos tantas otras veces. Esta estrategia también construye un sistema de relaciones internacionales no solo cínico, sino imprevisible. Nos imaginamos un mundo en erupción debido a las migraciones, pero el culpable principal de los súbitos episodios que tanto nos cuesta interpretar es esta política esquizofrénica.
¿Cuál es el peso real de la llamada externalización de fronteras en la diplomacia? En las relaciones entre el norte y el sur global, sobre todo si son países vecinos o cercanos, es lo que más importa. Lo que no importa son los que se mueven, los que migran, los que huyen. Las palabras “refugiado” o “migrante” se han vaciado de su significado original. Su definición más exacta en 2022 no es la de una persona que encuentra refugio o que migra, sino que choca contra las fronteras del dolor.
Muchos habitantes de Bucha huyeron. Decenas de miles. Pero quienes no tenían medios, salud o un lugar mejor al que ir se vieron atrapados en esta ciudad del noroeste de Kiev cuando las tropas rusas tomaron sus calles. Durante un mes sufrieron la violencia y el miedo, los bombardeos, la falta de electricidad, agua y calefacción, las jornadas en sótanos sin saber qué ocurriría al día siguiente.
—No teníamos coche ni medios para salir. Luego fue demasiado tarde. Era más peligroso irse que quedarse —dice Olena, de 40 años.
—Mi padre construyó esta casa en los años 70. No tenemos dinero para ir a otro sitio —dice Andriy, de 32.
—Mi madre no puede andar. Nos era imposible dejar la ciudad —dice Irina, de 63.
—Esta es mi casa —dice Lidia, de 80.
Las autoridades estiman que, de las cerca de 50.000 personas que residían en Bucha, unas 3.500 permanecieron en la ciudad durante la ocupación rusa. Los soldados dejaron un reguero de muertes y un escenario de posibles crímenes de guerra que ya investiga la Corte Penal Internacional: en las calles, jardines y edificios de Bucha se encontraron cerca de 500 cadáveres, muchos de ellos ejecutados. Ahora, con su relato, los supervivientes construyen la memoria colectiva de uno de los capítulos más negros de la guerra en Ucrania.
La columna de tanques y blindados era muy larga: al menos cuarenta, calcula Kostiantyn. Entraron por la calle Vokzal’na de Bucha el 27 de febrero, solo tres días después de que Vladimir Putin ordenara la invasión de Ucrania y sus tropas llegaran, entre otros lugares, al cercano aeropuerto de la ciudad de Hostómel, pegada a Bucha.
Desde su casa, Kostiantyn vio cómo los carros armados rusos avanzaban despacio a pocos metros de su jardín. La columna llegó hasta el final de la calle y desapareció de su vista. Luego oyó explosiones y, al cabo de un rato, los tanques volvieron por el mismo lugar por el que se habían ido. Konstantin dice que fue entonces cuando llegó el ataque de las fuerzas ucranianas.
—Utilizaron [drones armados] Bayraktar. Normalmente no llevan suficientes cohetes como para acabar con una columna como esta. Pero aquí consiguieron destruir los vehículos del principio y del final.
Algunos de los blindados que formaban la parte central de la columna y sus ocupantes huyeron por el único sitio posible: con un giro de 90 grados, salieron atravesando los jardines y patios de las viviendas. Entre ellas, la de Kostiantyn.
Cuando hablamos con este vecino de Bucha ya han pasado 40 días desde el ataque que marcó la entrada del Ejército ruso en su ciudad, pero en su jardín aún se ven claramente las huellas que dejó el vehículo blindado. A unos metros, la carretera está llena de esqueletos de tanques destripados, retorcidos como culebras. Entre los trozos oscuros de metal se pasean militares, periodistas que documentan la destrucción y algún vecino que, a fuerza de convivir con él, apenas presta ya atención a este escenario de guerra.
A sus 68 años, Konstiantyn habla con tranquilidad, sin dejar de fumar, mientras camina por el terreno sembrado de casquillos de munición. Cuenta que durante el ataque no quiso bajar al sótano por miedo a quedar encerrado si el edificio se derrumbaba. Estaba solo: viudo desde hace algo más de un año, sus dos hijas, Olena y Natalia, habían huido a Polonia. Con un gesto, nos indica los lugares en la calle donde vio soldados rusos heridos: aquí, allá, y allá también.
—¿Qué pasó con los que murieron?
—No vi cuerpos. Solo piernas, manos, sangre. No sé exactamente qué pasó con ellos, pero los vecinos vieron cómo vino un coche y soldados rusos recogieron los cadáveres y los reunieron en algún sitio al inicio de la calle. Quizá los quemaron.
Nos lleva al patio trasero de su casa para enseñarnos un coche con el parabrisas atravesado por disparos de bala. Con tristeza, cuenta que era de su vecino Andriy, de 40 años, asesinado a tiros por un soldado por negarse a mover el coche para dejar paso al blindado. Tras el ataque, dos soldados rusos se refugiaron brevemente junto a las escaleras traseras de su casa.
—Me pareció que eran de Chechenia, por la simbología en su ropa. Eran muy jóvenes, de unos 20 o 23 años. Les pregunté qué hacían aquí, si no tenían miedo. Les dije que se fueran a casa.
No hubo respuesta, dice, y los soldados se marcharon. Aquello no fue el final, sino el principio de las semanas más oscuras de Bucha.
Los días siguientes, mientras las fuerzas ucranianas dinamitaban los puentes de Bucha y la vecina Irpín para frenar el avance ruso hacia Kiev, las tropas de Putin consiguieron tomar la ciudad. Para el 3 de marzo Bucha estaba “absolutamente ocupada”, según reconocería más tarde su alcalde, Anatoliy Fedoruk.
Las primeras semanas de ocupación Kostiantyn las pasó en su casa. Con las ventanas dañadas, sin electricidad ni calefacción, el frío era insoportable, y se trasladó a casa de unos vecinos al principio de la misma calle. Dice que, durante las semanas siguientes, los soldados no se ensañaron con ellos.
—En esta parte de la calle Vokzal’na no se preocupaban de los locales.
En otros rincones de la ciudad el escenario fue muy distinto.
El sacerdote ortodoxo Andriy Galavin tiene 45 años y lleva 15 como responsable de la iglesia de San Andrés, un gran edificio blanco de cúpulas doradas cerca del Ayuntamiento de Bucha. Va vestido de negro y lleva una cadena con un gran crucifijo. Hablamos con él cerca del terreno de la iglesia donde se abre, como una herida, una fosa común que alberga los cuerpos de decenas de personas asesinadas por las tropas rusas. Con la ciudad ya liberada, en torno a la fosa trabajan ahora varias personas para exhumar los cadáveres con ayuda de una grúa. Luego serán trasladados a la morgue para ser identificados y determinar las causas de su muerte, como parte de la investigación sobre posibles crímenes de guerra.
En una invasión que aún está escribiendo sus capítulos más cruentos en lugares como Mariúpol o el resto del Donbás, el nombre de Bucha ha quedado inevitablemente ligado a las imágenes de los civiles asesinados en sus calles, de los rastros de sangre en los sótanos, de la fosa común en la iglesia del padre Andriy.
El día en que estalló la guerra lanzada por Putin, el sacerdote se encontraba en la vecina Hostómel para celebrar un funeral. Recuerda cómo los proyectiles empezaron a caer: había comenzado la batalla en el aeródromo de esa ciudad, famoso por albergar el mayor avión comercial del mundo —el Antonov An-225, destruido en los combates— y un punto crucial en la estrategia rusa para tomar Kiev. De ser tomado por las fuerzas rusas, el aeropuerto se convertiría en un lugar clave para permitir un avance rápido hacia la capital de Ucrania. Pero la inesperada resistencia ucraniana logró repeler el asalto inicial. En un serio revés para la ofensiva rusa, la destrucción de las pistas impidió que el lugar se convirtiera en un puente aéreo entre Rusia y Kiev.
La resistencia, sin embargo, no frenó la llegada de los soldados rusos a Bucha tres días después.
—La primera columna de rusos estaba formada por kadirovtsy —detalla el sacerdote, en alusión a la milicia chechena leal al presidente de esa región, Ramzán Kadírov. El padre Andriy, como Kostiantyn, también cuenta que aquella columna fue destruida por las tropas ucranianas. Pese a ello, los días siguientes Bucha se convirtió en escenario de una masacre: las calles estaban llenas de personas muertas por disparos o explosiones, relata. Recuerda con especial dolor un incidente ocurrido hacia el 3 ó 4 de marzo —no está seguro de las fechas—, cuando los soldados rusos dispararon contra coches en los que iban personas que salían de la ciudad.
—Uno de los vehículos iba conducido por una mujer. Su cuerpo fue enterrado en un parque. Como no llevaba documentación, sobre su tumba se colocó la matrícula de su coche, para intentar identificarla más adelante.
El relato del sacerdote es un esbozo del horror que vivió Bucha.
—Había tumbas en los parques, en los patios, en el campo, en las calles. En un supermercado se encontraron los restos de una mujer sin cabeza por una explosión. Los vecinos enterraron su cuerpo cerca del supermercado. En otros lugares torturaron a la gente: se encontraron cadáveres con las manos atadas, disparos en la cabeza o hechos por la espalda.
El sacerdote ha perdido la cuenta de cuántos se enterraron en la fosa común, pero sí sabe que el primer día que depositaron cuerpos allí —67 cadáveres— fue el 10 de marzo. Recuerda la fecha con claridad porque aquel día los soldados rusos autorizaron un corredor para abandonar la ciudad. Dice que se concentraron unas 2.000 personas cerca del Ayuntamiento para esperar a los autobuses que los sacarían de Bucha. Había autoridades y personal de la Cruz Roja.
—Mientras el corredor humanitario estuvo en marcha, sí fue posible recoger cuerpos y enterrarlos.
La morgue estaba llena y al cementerio no podían llegar, así que decidieron abrir una fosa común en el patio trasero de la iglesia. Mientras habla, el sacerdote saca su móvil y nos enseña un vídeo en el que se ven varias personas descargando una furgoneta con los restos de los fallecidos que irán a la fosa común, sin nombre ni identidad más allá de un tatuaje, una camiseta de colores o una uña pintada.
El padre Andriy pasó la ocupación entre su casa y la iglesia, que fue atacada varias veces: nos enseña cómo casi todas las ventanas están dañadas y la fachada tiene orificios de disparos. A la violencia se sumaba la falta de gas, de electricidad y de agua: algunas personas, cuenta, llegaron a beber agua extraída del interior de los radiadores.
Andriy consiguió salir de Bucha dos o tres días antes de la retirada rusa, y regresó con su familia el 1 de abril.
El relato del sacerdote queda interrumpido por la llegada al interior de la iglesia de una anciana que le pide indicaciones para celebrar un funeral. El sacerdote dice que irá organizando funerales a lo largo de estos días.
Hasta ahora, despedirse de los muertos ha sido imposible.
Muchos de los cuerpos que recogen los empleados del cementerio llevan semanas tendidos en el lugar donde les arrancaron la vida. El de Oleksi Kadura, de 41 años, está desde el 10 de marzo bajo un plástico en un pequeño descampado al lado de un edificio bajo. Su suegro, Mykola Savenko, de 60 años, espera consternado la llegada de la camioneta blanca que lleva los cadáveres al cementerio. Nos cuenta que su yerno había salido a primera hora de la tarde de aquel jueves a ver a su madre cuando fue detenido por un grupo de soldados. Un vecino oyó los gritos y avisó a Mykola y a su mujer. A última hora de ese mismo día, pudieron salir y encontraron el cuerpo de Oleksi.
La manta rosa con la que cubrió a su yerno queda al descubierto cuando los empleados del cementerio retiran el plástico que lo tapa. Luego abren la bolsa negra e introducen el cadáver. En la parte trasera de la furgoneta, otro empleado recoloca otros dos cuerpos que acaban de recoger para hacer sitio al cadáver de Oleksi. Toda la operación dura apenas tres minutos.
Durante los seis días que pasamos en Bucha vemos cómo se retiran cuerpos sin vida de jardines, fábricas, patios. No han sido solo disparos y explosiones: las penosas condiciones impuestas por la ocupación, con falta de suministros básicos y medicinas, también han pasado una desoladora factura entre la población. La mayoría de cadáveres que retiran los empleados del cementerio, sin embargo, muestran disparos y, en ocasiones, otros signos de violencia.
En el refugio de una casa que había estado ocupada por los soldados rusos encuentran el cuerpo de una mujer de unos 35 años. Está semidesnuda, con tan solo un abrigo, y según la policía hay indicios de que sufrió abusos sexuales. La mataron de un disparo en la cabeza.
La calle Yablunska atraviesa el sur de Bucha y desemboca en el vecino pueblo de Vorzel. En esta vía, los soldados rusos dejaron uno de los escenarios más macabros de las semanas de ocupación. Quienes entraron en la ciudad poco después del repliegue de los soldados se encontraron una calle sembrada de cadáveres; algunos de ellos llevaban varias semanas tendidos allí. En uno de los edificios de Yablunska los soldados rusos habían establecido su sede administrativa. El bloque, que pertenecía a una empresa privada, se convirtió en un oscuro lugar donde se llevaron a cabo torturas y ejecuciones: solo en el patio trasero de ese edificio se hallaron ocho cadáveres, algunos maniatados.
Las vías del tren cortan la calle a la altura del número 180. A un lado, una mujer con la cabeza cubierta con un pañuelo rojo se lamenta cuando nos ve.
—Ahí abajo hay desde hace días un cuerpo —nos dice, apuntando a un punto lejano del terreno que hay al lado de la vía.
Alguien le asegura que ya no está, que lo han retirado. Parece tranquilizarse. Se llama Natalia Steponenko, tiene 70 años y vive a muy pocos metros de aquí. Cuenta que en este lugar los militares rusos habían instalado un puesto de control, y recuerda especialmente un capítulo que se produjo el primer día en que entraron en la ciudad.
—Aquí, exactamente en este lugar [señala el punto donde las vías atraviesan la calle], un grupo de personas bloqueó la carretera, como un muro humano. Intentaban parar a los rusos. Negociaron de algún modo y los rusos se retiraron.
Las tropas volvieron luego para quedarse durante las siguientes semanas, pero Natalia dice que le gustaría encontrar a esas personas.
—Les quiero dar las gracias.
Durante la ocupación, la mujer apenas salió de su casa. Estaba acompañada de su hija, su yerno y sus dos nietas. Al principio pasaban las horas en el sótano, pero su nieta menor, de 15 años, se puso enferma y, pese a la amenaza de los ataques, decidieron trasladarse a la casa. Ella pasaba las horas rezando.
—Los últimos días los pasamos casi sin comida. Solo teníamos patatas y algunas zanahorias. Por suerte, tenemos un pozo.
Habla del miedo, de las explosiones y de las armas pesadas portadas por los kadirovsky —también ella utiliza este término—, en su mayoría jóvenes de entre 20 y 30 años, dice. Cuenta que tres casas más allá de la suya vive una mujer sola, sin familiares, a la que ella suele cuidar desde antes de la guerra. Durante la ocupación, pidió a los soldados rusos permiso para ir a verla y llevarle comida y agua. Se lo dieron, después de registrarla. Recuerda cómo al pasar vio casas quemadas, restos humanos y perros merodeando alrededor.
Al cementerio número 3 de Bucha no dejan de llegar cuerpos. Las furgonetas salen de aquí vacías y vuelven cargadas de bolsas negras con cadáveres. Estamos a 6 de abril y una fila de 58 bolsas con cuerpos se extiende frente a una explanada de tumbas cuidadas. Aquí se hace una inspección preliminar de los cadáveres. Un grupo de policías va apuntando datos —muchos de los fallecidos llevan la documentación encima— y las aparentes causas de cada muerte.
Vitaliy Chayna, de 27 años, es una de las personas que recogen cadáveres en las furgonetas blancas del cementerio. Dice que en los últimos días se han retirado unos 30 cuerpos diarios. La mayoría son de hombres, aunque también hay mujeres (él estima que cerca del 20 %) y algunos niños. Los cadáveres, envueltos en bolsas de plástico, permanecen en este cementerio un máximo de dos días, y luego son trasladados a una morgue en la ciudad de Kiev o a Bila Tserkva, al sur de la capital, para ser examinados.
Si ahora el traslado de cuerpos es un flujo incesante, durante la ocupación recoger los cadáveres fue extremadamente complicado. Sergiy Matiuk, de 43 años y trabajador del cementerio desde hace nueve meses, lo intentaba. Cuenta que su furgoneta, cargada de cuerpos, fue atacada en dos ocasiones, y que parecía no haber buena comunicación entre los diferentes grupos de soldados rusos. Mientras en algunos puertos de control les permitían la recogida, en otros les negaban el permiso de forma agresiva.
—Una vez los soldados nos obligaron a quitarnos casi toda la ropa, nos registraron de arriba a abajo, examinaron si teníamos tatuajes y nos quitaron los teléfonos y los ordenadores.
Al enterrador le pareció que algunos soldados rusos estaban “realmente asustados” de estar aquí.
Los funerales se empiezan a celebrar la segunda semana de abril. Al cementerio acuden familias rotas, personas que han regresado a Bucha con la penosa tarea de identificar los cadáveres de los suyos. En uno de los extremos del cementerio, frente a un terreno minado y vallado, una fila de agujeros excavados en la tierra aguarda los cuerpos de quienes no han sobrevivido a la ocupación.
Algo más al norte de la calle Yablunska hay un barrio con bloques de edificios de ladrillo. Aquí, en un primer piso, vive Lidia Borysenko, de 74 años, con su hija Olga. En su casa hace frío y huele a pan. Sobre el sofá de la sala tiene extendidas decenas de panes de todo tipo —barras, hogazas, rodajas—. En el suelo, al lado del sofá, hay garrafas de plástico con agua. También en la cocina tiene varios tarros llenos de agua. Ha pasado más de una semana desde que se marcharon las tropas rusas, pero Lidia sigue teniendo miedo a quedarse sin pan, así que lo seca para almacenarlo. En una explanada cercana a su edificio, un grupo de voluntarios cocina y reparte alimentos entre los vecinos.
—Ahora tenemos más que suficiente. Pero lo hemos pasado mal. En el sótano teníamos patatas, zanahorias, algo de fruta y verduras. Pero nos faltaban pan, leche, carne…
Las ventanas de su casa están rotas por las explosiones: Lidia cuenta cómo los proyectiles pasaban de un lado a otro, cómo le daba miedo el ruido de los aviones y cómo un obús cayó muy cerca pero no explotó. Pese al frío que hace en el pequeño piso, ella se resiste a marcharse de este lugar en el que vive desde 1972. Recuerda cómo durante la ocupación no podía alejarse más de dos o tres metros de la entrada del edificio.
—Los soldados venían de vez en cuando. Nos pidieron los pasaportes para hacer una lista de la gente local. Nombres, registros… Hicimos esas listas hacia el final de la ocupación. El 31 de marzo se marcharon con sus vehículos.
Aunque por las ventanas entra la luz del día, Lidia habla sin soltar una linterna apagada que ha cogido al entrar en la casa, en la que aún no hay electricidad. Su marido murió el pasado 17 de febrero, una semana antes de la invasión rusa. Tenía 86 años.
—Tuvo suerte de no ver esta guerra.
A dos bloques del edificio donde vive hay un terreno en el que se ven dos montículos de tierra con cruces improvisadas: marcan el lugar donde se enterraron los cuerpos de dos vecinos asesinados. Al lado hay un jardín de infancia donde se llegaron a refugiar, al inicio de la ocupación, cerca de 500 personas. Estuvieron en el sótano de la escuela, un amplio espacio separado en varias habitaciones en las que todavía se ven colocadas hileras de camas y una caja donde se guardaba la comida. Los últimos estuvieron viviendo allí hasta una semana después de la salida de las tropas rusas: tenían miedo de regresar a sus casas.
—Muchos de los que estaban al inicio pudieron salir con las evacuaciones [de principios de marzo]. Nos quedamos 55 personas. Había gente con problemas de movilidad, ancianos. Al principio había también muchísimos niños, pero la mayoría fueron evacuados. Al final quedaron cuatro.
Nos lo cuenta Lora Khvorostinova, periodista de 50 años. Pasó el mes de marzo en ese sótano con su marido, porque su casa estaba en plena línea de frente y las explosiones y ataques eran continuos. Lora explica que los soldados solo permitían salir de ese lugar a las mujeres para que fueran a buscar comida y cocinaran. Recuerda cómo en una ocasión no les permitieron salir. Aquel día, su única comida fue un huevo.
En el mes de ocupación, el grupo de soldados desplegado en la zona rotó en tres ocasiones. Tras la marcha del primer grupo llegaron miembros del Servicio de Seguridad Federal de Rusia, “más agresivos”, dice. Les quitaron los teléfonos y los ordenadores y los destruyeron.
Lora recuerda que durante su encierro hablaron en varias ocasiones con los soldados. Algunos decían que estaban allí para liberarlos, otros simplemente decían seguir órdenes. Uno de ellos, cuenta, le dijo que su abuelo era de Chernígov (norte de Ucrania) e incluso se disculpó.
A la periodista se le saltan las lágrimas cuando habla de los momentos más duros de la ocupación. Dice que en una ocasión los soldados les ofrecieron ser evacuados a Rusia.
—“Seréis libres, ricos, tendréis universidades, coches, casas…”, nos dijeron. Nadie aceptó.
En Bucha, el duelo por las muertes de los seres queridos se ha convertido en un camino largo y doloroso.
Es 8 de abril. En el gran patio trasero de una casa en el noreste de la ciudad, siete hombres cavan en presencia de dos policías. Uno de ellos da instrucciones a los demás. Tras varios minutos sacando tierra, las palas tocan un ataúd de madera. El hombre que parece al mando lo toca con tristeza. Es Valeriy, de 68 años, y en el interior del ataúd yace su hijo Oleksey, de 39. Con la ayuda de varias cuerdas, los hombres intentan sacar la caja, pero pesa demasiado. Finalmente, el propio Valeriy fuerza con una palanca de hierro la tapa hasta romperla y sacar el cuerpo de su hijo; el ataúd, vacío, se queda dentro de la sepultura. Valeriy llora. En una carretilla transportan el cuerpo hasta la entrada del patio, donde espera la furgoneta del cementerio. Todo el proceso está inundado de dolor. El cuerpo de Oleksey, que había sido enterrado provisionalmente en el patio de su casa, será trasladado ahora a una morgue para que se le haga la autopsia.
Entre los hombres que han participado en el desentierro está Andriy, de 32 años. Es el hermano menor de Oleksey. Ambos vivían con su padre en esta casa, construida por el propio Valeriy en los años 70. Su madre murió en abril del año pasado, y desde entonces los hermanos permanecían con el padre para ayudarle a superar el duelo. Andriy cuenta que Oleksey fue asesinado el 12 de marzo. Había salido en bicicleta para encontrarse con alguien que iba a ser evacuado de Bucha. Recibió un disparo en la cabeza cuando pasaba por el centro de la ciudad; hasta ahora, no saben si fue un soldado en la calle o un francotirador apostado en un edificio. Al ver que no regresaba, Andriy y Valeriy se aventuraron a buscarlo al anochecer en las inmediaciones de la casa, sin éxito. No se alejaron demasiado: desde las 5 de la tarde hasta la noche solían oír drones de vigilancia.
Al día siguiente, Valeriy cogió su bicicleta y salió a buscar a su hijo, con autorización del Ejército ruso. Aquellos días había en las calles de Bucha soldados con rifles de asalto, grandes ametralladoras, lanzagranadas, camiones de tipo Ural y KamAz, detalla Andriy. Valeriy encontró el cuerpo de su hijo tendido en una calle del centro. Alguien había robado su bicicleta. Trasladó el cadáver a casa en una carretilla.
En las semanas siguientes recibieron la visita de cuatro soldados rusos con un comandante. Eran muy jóvenes, de unos 20 años, y uno de ellos llevaba una ametralladora.
El comandante les hizo muchas preguntas.
—Por qué estábamos aquí, si teníamos armas, si habíamos estado en el Ejército, cuál era nuestra postura ante la guerra…
—¿Qué respondiste?
—Que estoy en contra de cualquier guerra. Se relajó un poco. Dijo que a mucha gente no le gustaba que los soldados estuvieran aquí, que eran muy agresivos hacia ellos. Yo le dije que no tengo nada en contra de los soldados, pero mucho en contra de quienes provocan las guerras. Estuvo de acuerdo, pero creo que nos referíamos a cosas diferentes. Porque yo me refería a Putin y su círculo, y probablemente él pensó que yo me refería al Gobierno ucraniano. Porque muchos de ellos están adoctrinados por la propaganda.
Volvemos a la calle Yablunska: allí vive Ruslana, de 10 años, con sus padres, su hermano mayor y su abuela. No pudieron huir porque no tenían coche y pasaron casi toda la ocupación en el sótano. Olga, su madre, cuenta que solo a las mujeres se les permitía salir a por agua y alimentos. Los soldados disparaban a aquellos que salían tras el toque de queda, que normalmente era de 5 de la tarde a 8 de la mañana, dice. Estaban incomunicados, sin cobertura móvil hasta el final de la ocupación.
La pequeña Ruslana va vestida de negro y en torno al cuello lleva un colgante que representa una pequeña guitarra eléctrica. Es una de las pocas niñas que hemos visto en Bucha estos días: la gran mayoría de los menores fueron evacuados tras la llegada de las tropas rusas a la zona. Ella dice que pasó miedo el primer día de la invasión, el 24 de febrero, cuando le dijeron que había guerra en su país. Luego, en el sótano en el que pasaban los días y las noches, sus padres intentaban contarle historias para que pensara en otra cosa. Allí hizo algunos dibujos, dice, pero faltaba papel, así que muchas de las pinturas las ha hecho ahora que ha terminado la ocupación. Sale a buscar una de ellas: es un paisaje montañoso, con un cielo azul violeta. En primer plano hay una casa marrón con el techo a dos aguas, parecida a la casa en la que vive. En el dibujo no hay ninguna persona.
La familia nos lleva a la parte de atrás de su vivienda y nos enseña el gran agujero que dejó un disparo de mortero que cayó en el jardín. A un lado hay un pequeño corral con gallinas y un huerto con cebollas.
Después el padre de Ruslana, Sergiy, nos invita a ver algo que permaneció escondido para los soldados rusos: una colección que incluye medallas de la antigua Unión Soviética, imágenes de Stalin, Lenin y Hitler, una foto del astronauta Yuri Gagarin, antiguos billetes alemanes, una bandera de la URSS, un viejo silbato… Sergiy dice que esta colección es su gran afición, recuerdos recopilados por sus abuelos y bisabuelos. Ahora, a ellos ha sumado una granada vacía encontrada tras la ocupación. Ruslana la agarra entre sus manos.
—La guardaremos como recuerdo. Para nuestros hijos y nuestros nietos —le dice a su padre.
En la misma calle, tres casas más abajo, vive Igor, de 40 años, con su madre Valentyna y su perro Tuzik. El jardín de su vivienda sirvió como aparcamiento para un tanque ruso durante un día y medio. En la acera de enfrente, en una villa que mira directamente a la de Igor, los soldados instalaron un cuartel en el que permanecieron tres semanas. El cristal de una de las ventanas del primer piso aún muestra el agujero que los soldados hicieron para colocar allí una ametralladora. Hasta hace pocos días, unos metros calle arriba yacía tendido en la acera el cadáver de uno de los vecinos de Igor. A él le dispararon en una ocasión cerca de las piernas desde esa ventana, quizá como advertencia por haber salido del sótano; por suerte no le dieron, recuerda.
El interior de la villa ocupada por las tropas rusas está destrozado. En la sala de estar aún cuelga la foto de una pareja el día de su boda, pero todo está revuelto y tirado por el suelo. El sofá cama está desplegado. Hay ropa revuelta, cedés, baldas, cajas vacías de raciones de comida del Ejército ruso, botellas vacías, un uniforme militar. Entre los objetos tirados en el suelo hay una maquinilla de afeitar y a unos metros, sobre la alfombra, mechones castaños de alguien que decidió cortarse el pelo en medio de aquella ocupación. En el piso de arriba el panorama es parecido, con todo revuelto y saqueado en una escenografía con puntos incomprensibles: al lado de la ventana donde colocaron la metralleta hay una tarta y en medio, como si fuera una vela, alguien ha colocado un teléfono móvil.
Igor pasó la ocupación a unos metros de ese cuartel, la mayor parte del tiempo escondido con su madre en el sótano de su casa. Por la noche estaban a entre 3 y 5 grados, dice. Durante los bombardeos, para evitar que les cayeran cascotes, se cubrían la cabeza con un cubo. Explica que al principio los soldados rusos no les autorizaban a salir de los sótanos.
—Solo las mujeres podían salir a por algo de agua, o medicinas, o comida… Para los hombres, era suicida.
Le preguntamos por los cuerpos que yacían a lo largo de la calle.
—No nos permitían siquiera taparlos, eran como un mensaje: “Si estás contra nosotros, te mataremos”.
Disparaban a la gente que salía sin permiso, dice. Algunas familias, continúa, intentaron dejar la ciudad en coches, a veces con carteles que decían: “Niños”. Pero los soldados no se lo permitieron y dispararon contra ellos. Cuenta que las tropas rusas registraron las casas y los teléfonos de los vecinos en busca de fotos o de mensajes sobre Ucrania o sobre el nazismo.
—Todos los hombres, al menos en esta zona, fueron inspeccionados para ver si llevaban tatuajes o tenían alguna simbología nazi.
Los dos días anteriores a la retirada de las tropas rusas, Bucha fue escenario de una lucha sin cuartel. Igor relata cómo desde el sótano oían explosiones y cohetes en diferentes direcciones, explosión de minas, el paso de vehículos armados, soldados corriendo. Hacia las seis de la tarde del 31 de marzo hubo mucho ruido; una hora más tarde, reinaba el silencio absoluto.
Salieron con cuidado de los refugios: no había nadie alrededor. Vieron que los soldados rusos se habían marchado.
—El 1 de abril fue un día de silencio. No había soldados rusos ni ucranianos. Solo silencio.
No tocaron los cadáveres de las calles por miedo a que tuvieran bombas trampa. Había un poco de cobertura, e Igor consiguió llamar por teléfono a su mujer, refugiada en Polonia. Ella le dijo que en las noticias decían que Bucha aún estaba ocupada, pero Igor se lo negó.
—Somos libres —le dijo.
*Con la colaboración de Evelina Riabenko.
“¡No sé si aquí van adeptos al Frente Sandinista, pero quiero que sepan una cosa!”, vociferaba el chófer de la empresa de autobuses Transnica a unos tripulantes desesperados por cruzar la frontera. Señaló a un Enrique Orozco Martínez ensangrentado y tembloroso y prosiguió: “Ese chavalo que va ahí con la cabeza baja, golpeado y herido, ¡esa es una de las personas a las que en un futuro les vamos a agradecer, porque fueron esos jóvenes los que dieron la cara por Nicaragua!”. En esta anécdota, narrada por el mismo Enrique como una de las experiencias más trascendentales de su vida, se materializaba el 5 de noviembre de 2018 su exilio a Costa Rica. Enrique huía para proteger su vida como uno más de los miles de estudiantes que el 18 de abril de ese mismo año se rebelaron contra el régimen de Daniel Ortega y su esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo. Los pasajeros, solidarios, aplaudían. “Créeme que tarde o temprano, vos vas a regresar al país como un héroe”, le aseguró el hombre.
El conductor y su asistente probablemente sabían lo que le esperaba a este joven, en su día segundo mejor alumno de bachillerato de todo Nicaragua, cuando la policía fronteriza lo hizo bajar del autobús. “Me pegaron durante tres horas mientras me llamaban golpista y traidor; me rompieron mis documentos, mi título de bachillerato, todito en mi cara. Yo pensaba que iba a caer preso, pero me soltaron y el chófer y su ayudante me lavaron la cara y me ayudaron a subir de vuelta. Me habían esperado”, recuerda Enrique. “‘¡Tan chiquito vas para afuera!’, me dijo una señora. ‘¿Cómo puede ser que estos criminales hagan esto?’ Me acuerdo que me dieron agua y, en ese momento, me partí”. Tenía 21 años.
Desde el estallido de la crisis sociopolítica de Nicaragua en 2018, 117.032 nicaragüenses han solicitado refugio, según datos oficiales de la Dirección General de Migración y Extranjería de Costa Rica. Pese a que el Gobierno aclara que muchos de los solicitantes ya se encontraban en el país antes de la crisis, los nicaragüenses ya no migran exclusivamente por necesidades económicas de la población del segundo país más pobre de América, sino que ahora huyen a raíz de la persecución política y de la crisis creada por el conflicto.
Según explica un informe de la Fundación Popol Na, se ha evidenciado “un cambio de perfil” en la migración. Así, desde abril de 2018 las personas migrantes tienen un nivel de manejo político más alto que las diásporas de otros tiempos, además de una escolaridad formal de mayor nivel. También destaca el flujo migratorio de grupos poblacionales que antes no eran tomados en cuenta. Este es el caso de la población LGBTIQ+, muy presente en las luchas estudiantiles, en donde el 76% de tiene algún tipo de estudio universitario, y el 48% ya ha terminado la universidad, según un estudio de la Organización Internacional para las Migraciones.
La reserva Biológica de Indio Maíz llevaba cuatro días ardiendo sin control cuando el Gobierno nicaragüense decretó la alerta amarilla. El incendio provocado había comenzado un 3 de abril de 2018 y, en una metáfora viva de puro realismo mágico, las 5.000 hectáreas en llamas se solaparon con el descontento social de un pueblo que ya tenía la mecha muy corta. A la negligencia del Estado se le sumó el rechazo a la ayuda internacional, como la ofrecida por la vecina Costa Rica, y una ola de indignación provocó que grupos ambientalistas y estudiantes universitarios convocaran protestas por las redes sociales.
Los dirigentes nicaragüenses no se tomaron de buena manera aquella muestra de insatisfacción popular. Aplastaron a los manifestantes con represión policial, antimotines y una contramarcha de la Juventud Sandinista (JS), la organización juvenil del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), tergiversada en uno de los aparatos represivos del Estado, bajo órdenes directas de Rosario Murillo.
“El 18 de abril para mí significa mucho, porque fue el último día que vi a mi mamá”, explica Enrique desde su nuevo hogar académico, la Universidad de Costa Rica. Ese día salió de su casa de Managua a una jornada normal de estudio, rumbo a la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (UNAN) con la intención de unirse por la noche a las nuevas protestas convocadas por los estudiantes por la tarde en la Universidad Centroamericana, donde cursaba otra carrera.
Ese día, el Gobierno había publicado en La Gaceta, el diario oficial del Estado, una reforma no consensuada con la sociedad civil del Sistema de Seguridad Social que aumentaba las cotizaciones por parte de trabajadores de un 6,25% a un 7% y de los patronos de un 19% a un 22,5%, además de un aporte obligatorio del 5% a las pensiones de jubilados. La arbitrariedad de la norma no caló en la empobrecida Nicaragua, e impulsó a varios grupos de manifestantes a asistir a un plantón convocado por los estudiantes en la zona comercial Camino de Oriente en Managua, así como en el departamento de León.
La represión fue brutal y las imágenes de adultos mayores agredidos por la policía y la JS fueron como gasolina para una insurrección pacífica que atravesó verticalmente a todos los actores de la sociedad: pensionados, estudiantes, campesinos, indígenas, colectivos feministas y LGTBI, empresarios y hasta “danielistas”.
“Yo decidí unirme a las protestas porque vi que estaban golpeando a los ancianos y porque los precios de la universidad iban a subir”, explica Irma Centeno, de 23 años, quien en ese entonces estudiaba Medicina en la Universidad Politécnica de Nicaragua (UPOLI). Así, el 19 de abril salió la sociedad civil en masa a hacerse escuchar con las únicas armas que poseían: sus consignas, banderas blancas y azules, sus carteles y su hastío. “A mí no me trajeron, ¡yo vine porque quise!”, gritaban ante las acusaciones de los Ortega Murillo de ser financiados por el “imperialismo yanqui”. Ese día los manifestantes derribaron los primeros “chayopalos”, unos estrafalarios árboles metálicos que Rosario Murillo había “sembrado” por toda Managua con fines esotéricos. Fue entonces cuando la violencia del Estado comenzó a verter la sangre de los primeros manifestantes asesinados.
El estudiantado cobró protagonismo internacional al “atrincherarse” en varias universidades del país. Durante los tres meses posteriores, mientras Irma asistía a los heridos en la UPOLI, Enrique forjaba su liderazgo en la Universidad Nacional Agraria. “Como no podíamos salir, la gente nos traía comida, pero algunos le echaban clavos y también hubo muchísimos envenenados. Además nos hacían constantes ataques psicológicos como cortarnos el agua y la luz para luego disparar ráfagas contra nosotros”, rememora Enrique.
El 20 de abril se publicó en la prensa una fotografía suya en las protestas. Miembros del Consejo del Poder Ciudadano (CPC), es decir, vecinos cotillas institucionalizados para espiar a los ciudadanos, fueron a buscarlo. Nunca más pudo regresar a su casa. “Todo el sistema de dispositivos de represión y de control social entró a funcionar a plenitud en 2018 y ahí los CPC siguen desempeñando una función clave en términos de vigilancia e información. Es el vecino que vive a dos casas y está pendiente de tus movimientos; tiene una estrecha relación con la policía y está presente en la mayoría de testimonios de personas exiliadas”, explica Elvira Cuadra, socióloga experta en seguridad, refugiada en Costa Rica.
Los CPC y la policía comenzaron a presionar a la familia de Enrique para que revelara su paradero. A su madre la detuvieron tres días, y su hermano fue brutalmente agredido. En medio del caos de la trinchera y sin saber si iba a vivir o morir, el estudiante tomó la decisión más dura de su vida. “Obligué a mi mamá a decirle a los policías que me había echado de la casa por ser gay y como la policía es una institución tan machista, los tacharon de opositores, pero los dejaron en paz”, cuenta Enrique con tristeza. Tanto él como Irma son parte del colectivo LGTBI, que tuvo una gran relevancia en las protestas. “Mi mamá ya había comprendido mi orientación sexual. El hecho de que la relación entre nosotros quedara desfigurada por decir públicamente que no aceptaba a su hijo fue algo que tuve que asimilar aquí en el exilio”.
Ninguno de los dos jóvenes había dejado jamás el nicho familiar, ni mucho menos salido del país. A Irma no le fue mejor que a Enrique. Al ser vecina de una universidad, una vez que los estudiantes se vieron obligados a abandonarlas, los CPC la identificaron de inmediato y se inició una incesante persecución contra ella. “El 14 de julio del 2018 me sacaron con violencia de mi casa. Se llevaron a mi cuñado, a mi hermana, y encañonaron con escopetas a mis sobrinos de cuatro y seis años”, explica.
A Irma la torturaron durante ocho días. Su mirada enrojecida y húmeda vuelca el trauma indeleble de choques eléctricos, desnudez y humillaciones en la cárcel de El Chipote, construida hace 90 años y epítome de las dictaduras de Nicaragua. Paradójicamente, El Chipote es el nombre de la montaña donde se ubicaba el cuartel de Augusto César Sandino, “el General de hombres libres”, cuando peleaba por la libertad de Nicaragua ante la intervención de Estados Unidos en la primera mitad del siglo XX. Ahora ese nombre ha sido despojado de su significado simbólico para forjar la identidad de un templo del terror, donde actualmente se coarta la libertad de 170 presos políticos. Allí permanecen las principales figuras opositoras de un Gobierno que en las elecciones fraudulentas del 7 de noviembre de 2021 se degradó a sí mismo a la categoría de régimen dictatorial.
En su relato hay largas pausas y grandes sorbos de agua, mientras habla de uno de sus mejores amigos, asesinado en las protestas. Irma contiene un llanto y añade a su currículum de opositora al FSLN cuatro meses más de cárcel en un penal y un juicio con cargos por terrorismo y portación ilegal de armas, en el que su abogada, a la que ni conocía, pudo apenas hablar. Salió gracias a una amnistía, aunque la apresaron un total de cuatro veces. “Donde me agarraban me golpeaban o me perseguían. No podía salir de mi casa. Prácticamente estaba en casa por cárcel, porque siempre tenía paramilitares alrededor, hasta que por fin huí a una casa de seguridad, y finalmente vine aquí”, concluye.
Irma está en un momento difícil del exilio. Explota: ”¡Los odio, son unos malditos asesinos!” Apenas lleva seis meses en uno de los países más caros de América Latina y todavía no ha encontrado empleo ni ha podido acceder a la universidad. Además, no le gusta la cultura y asegura haber sido víctima de xenofobia y de amenazas de infiltrados orteguistas. “O te regresas, o te regresamos muerta”, le dijeron una vez dos sujetos que la interceptaron en el centro de San José. No quiere echar raíces en Costa Rica, sino emigrar a Canadá, donde tiene familiares, y en sus momentos más hondos de desesperación contempla irse “mojada” hasta Estados Unidos como lo han hecho muchos de sus amigos de la universidad. Su situación refleja que, a pesar de que Costa Rica ha abierto las puertas a los refugiados nicaragüenses, el país está lleno de trabas burocráticas que dificultan el comienzo de una vida nueva, como es el caso del acceso a la educación superior.
Tanto Irma como Enrique fueron expulsados sin explicación ni aviso de sus universidades en Nicaragua por “falta grave” como represalia por haber protestado. Al no tener documentos que acrediten sus estudios ni forma de obtenerlos, estudiar en Costa Rica implica sacar el bachillerato desde cero y volver a hacer las pruebas de acceso a las universidades. Enrique logró hacer el bachillerato de adultos en seis meses. Ahora estudia administración de empresas en la UCR, y trabaja para la Fundación Arias para la Paz ayudando a otros nicaragüenses exiliados.
Irma fue acogida por una pareja de adultos mayores y su otro apoyo ha sido la Mesa de Articulación LGBTIQ+‚ una organización nicaragüense formada en el exilio que brinda ayuda a este colectivo. “Todo el mundo luchó en esa rebelión, y hay que reconocer todos los liderazgos, hasta los emergentes, que es nuestro caso. Por eso queremos asumir esa batuta que viene de nuestra vulnerabilidad, posicionando otras vulnerabilidades que vive la población LGTBI en el exilio”, argumenta Jacob Ellis, coordinador de la organización.
El exilio no ha impedido que la sociedad civil nicaragüense continúe su lucha contra el régimen. Es el caso del Colectivo Nicaragua Nunca Más, el cual se dedica a la documentación testimonial de violaciones de derechos humanos por parte de la dictadura. “Una de nuestras labores principales es contribuir a la memoria histórica. Nosotros éramos defensores y defensoras de los derechos humanos en Nicaragua, pero el régimen nos intentó criminalizar y por eso tuvimos que salir”, explica el presidente de la organización, Gonzalo Carrión.
Para Gonzalo, pese a la xenofobia y discriminación de parte de un sector de la población costarricense, el Estado ha demostrado “voluntad política”, para acoger a los refugiados. “Los datos te lo dicen, nos han abierto las puertas y nos han puesto a salvo”, señala. Además, destaca la actuación del Gobierno de Costa Rica en vacunar a la población nicaragüense contra la covid-19 sin importar su condición migratoria. “Esperemos que siga así”. Se refiere a las elecciones presidenciales del próximo 6 de febrero. A Gonzalo le preocupa que no todos los candidatos demuestran el mismo entendimiento y apertura en relación con la situación de sus vecinos del norte.
Francisca Ramírez, conocida como Doña Chica, se debe a su jengibre, a su yuca, a su familia y al Movimiento Campesino Anticanal. Con 46 años, esta activista y defensora de los derechos humanos de metro y medio y rasgos indígenas lleva desde el año 2013 plantando cara contra los intereses de la familia Ortega Murillo y los de China. ¿La razón? La ley 840 que otorga la concesión de tierras a un empresario chino, Wan Jing, y a su grupo HKND para desarrollar el Gran Canal Interoceánico de Nicaragua; un megaproyecto de 40.000 millones de dólares que uniría las aguas del mar Caribe y el océano Pacífico con fines comerciales. El proyecto, aún vigente, garantizaba al empresario la explotación de las tierras por 116 años y le permitía expropiar cualquier zona que considerase necesaria para su proyecto canalero.
“Los campesinos conocimos la ley gracias a organismos ambientalistas que denunciaron el desastre natural que suponía, sobre todo en el lago Cocibolca. Nos organizamos e hicimos más de cien marchas, pero la represión que el mundo conoce en el 2018 los campesinos ya la vivíamos desde mucho antes”. Doña Chica es el epítome de la mujer arrecha nicaragüense: audaz, trabajadora y estoica. Hoy es una de las principales figuras de resistencia contra la dictadura y es admirada y querida por toda una juventud que se enorgullece de marchar junto a ella.
Cuando los campesinos se unieron a la protestas de 2018 ya habían perdido el miedo. A su bagaje se sumaban encarcelamientos, atentados, amenazas, persecuciones, aislamientos y, pese a todo, una sólida organización que no contemplaba la rendición en ninguno de sus estatutos. “Que nos mataran si querían, pero no íbamos a permitir que nos quitaran nuestras tierras y no íbamos a dejar a nuestros hijos sin nada”, sentencia la líder. Ninguno de los atentados que hicieron contra ella pudieron tumbarla. Para su suerte, su destino no fue el de su compañero de liderazgo y precandidato presidencial, Medardo Mairena, a quien el régimen le quitó su suelo volcánico y fértil y se lo cambió por el concreto frío de El Chipote. Él todavía sigue ahí. Doña Chica, en cambio, caminaba libre encabezando cada marcha como un monumento viviente y pacífico de la repetitiva historia vital del campesinado centroamericano, acostumbrado a luchar y resistir injusticias.
La violencia estatal fue ampliamente documentada por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Como patrón generalizado identificaron el uso excesivo y arbitrario de fuerza policial, incluyendo la fuerza letal. Según otro informe elaborado por más de 15 organizaciones, el saldo de muertes fue de 355 personas, 2.000 heridos y más de 1.600 privados de libertad. Además, según datos de la Agencia de la ONU para los Refugiados (Acnur), más de 100.000 personas se han visto obligadas a huir y más de 90 periodistas han sido forzados al exilio. Bajo este contexto, el 15 de septiembre de 2018 la peor pesadilla de Doña Chica se hizo realidad: tuvo que abandonar Nicaragua.
“Nosotros salimos a luchar a las calles un 19 de abril del 2018 de nuestras casas y nunca más volvimos”, rememora Doña Chica. Ha viajado cinco horas hasta San José, desde su lugar de exilio en Upala en el norte de Costa Rica, para asistir a una manifestación contra Daniel Ortega y Rosario Murillo el 10 de enero de 2022, día de la toma de posesión de su quinto mandato, tras unas elecciones con toda la oposición encarcelada.
Doña Chica consiguió alquilar una tierra en Upala en la que, junto a 32 familias del campesinado nicaragüense, cultivan para autoabastecerse, ya que la entrada en el mercado costarricense es un periplo lleno de permisos y papeles que de momento ha sido inaccesible para ellos. Hacen asambleas de forma regular y “mantienen la lucha” desde su refugio aunque aún no tienen “las condiciones humanas todavía como debe de ser”. A esta mujer robusta no le hace falta academia para elaborar conceptos sobre cultura política, resistencia, libertad o agroecología, y sueña con volver a trabajar sus tierras en La Fonseca, su lugar de origen.
Pese a que no se sienten completamente seguros por estar cerca de la frontera, Doña Chica agradece que la población local los haya recibido con una gran solidaridad. La líder es optimista, y asegura que ella y su grupo no han “dejado de aprender en ningún momento”. Sin embargo, para ella Daniel Ortega “ha secuestrado” a Nicaragua mediante las armas. ¿Mantendrán los campesinos una resistencia pacífica? Doña Chica no puede garantizarlo. “Nosotros como líderes siempre hemos decidido que esto sea una lucha cívica y pacífica, pero Daniel Ortega quiere empujarnos a una lucha armada. No hemos tenido información de que los campesinos se estén armando, pero el pueblo no va a aguantar la presión y ya han esperado tres años a que la comunidad internacional garantice elecciones libres y transparentes y eso no ha sucedido”.
“Por definición, en las democracias modernas, el pueblo es el soberano. Y si el pueblo es el soberano, este no puede darse un golpe de Estado a sí mismo. Solo puede hacerlo quien no tenga derecho de tener el poder, como el ejército. Esos jóvenes no eran golpistas, eran la patria pensante”, expresa un elocuente Iván Olivares, de 55 años. Este periodista económico del medio nicaragüense Confidencial admite que tuvo reparo en recibir a esta reportera en su casa, donde las banderas de Nicaragua son la decoración principal. “Tengo un poquito de paranoia. Ellos tienen infiltrados acá”.
Es su segunda vez en el exilio. La primera vez, en 2019, estuvo en El Salvador. La mitad de la plantilla de su periódico, incluyendo su director, Carlos Fernando Chamorro, está en Costa Rica. La otra, aún en Nicaragua, trabaja en la clandestinidad y sin firmar las notas que redacta. En el transcurso de la represión orteguista, las oficinas de Confidencial fueron allanadas y confiscadas. “Ni siquiera cuando robaron todo dejamos de hacer una sola publicación”, dice con orgullo.
Ahora continúan informando sobre su país pese a múltiples limitaciones. “Antes la gente te filtraba información, pero ya ni siquiera podemos obtener declaraciones y los entiendo perfectamente, ahora el riesgo es inmenso”. Hace más de 30 años que Iván ejerce el oficio de periodista y, aunque lo suyo es la escritura, la expresividad de su habla desnuda las cualidades de un comunicador nato. La lejanía, la nostalgia y la soledad del exilio también le han hecho reflexionar sobre el futuro de todos aquellos que están luchando por mantener a flote el cuarto poder de un Estado arruinado. “Estoy informando del país que dejé atrás el día que salí de ahí, pero no estoy seguro si en el futuro voy a ser capaz de seguir escribiendo de esa Nicaragua con eficiencia. No porque no quiera, sino porque se está convirtiendo en un lugar distinto y no se puede hablar de una realidad que ya no es”.
Iván se ha perdido por segunda vez el cumpleaños de uno de sus tres hijos y, para sobrellevar su nueva realidad, solo se relaciona con otros nicaragüenses. Toma grandes bocanadas de aire cada vez que va a decir algo que le duele. “Solo quien conozca el exilio puede entender la emoción negativa que conlleva: esa combinación de nostalgia con rabia porque no podés volver, y muchísima tristeza…Si hasta ahora he logrado en gran medida evadirla, es por esta burbuja nica en la que me desenvuelvo”, confiesa.
Para Iván el exilio de miles de nicaragüenses es “activamente fomentado” por el régimen orteguista para solventar problemas económicos y sociales. “Menos presión social, menos desempleo y más remesas”, asegura el periodista. “Yo sé que no soy yo el culpable a título personal, pero como parte de la generación que cometió estas estupideces yo le pido perdón a mis hijos, a los jóvenes… perdón por heredarles esto”.
Se refiere al Pacto Alemán-Ortega, mediante el cual en 1999 el FSLN de Ortega y el Partido Liberal Constitucionalista (PLC), dirigido por Arnoldo Alemán, negociaron una serie de acuerdos con el fin de asegurar un control bipartidista de facto del poder. Entre esas reformas, el porcentaje de votos necesarios para alcanzar la presidencia pasó de un 45% a un 40% pudiendo llegar a ser 35%, en caso de que hubiese un 5% de diferencia con el candidato que estuviese en segundo lugar. Este pacto catapultó el gane de Daniel Ortega en las elecciones de 2006 y asentó su perpetuidad en el poder. “Y desde entonces sigue ahí. Debimos haber paralizado el país en 1999 para impedir esta pesadilla”, lamenta el periodista.
Iván tiene cita en la oficina de Migración el 26 de febrero de 2026 para que las autoridades determinen si es elegible para obtener refugio. De momento, su condición migratoria, así como la de todos los protagonistas de esta historia, es de solicitante. Los ojos acristalados del periodista hacen contacto con los de su homóloga de profesión. Es casi imperceptible discernir entre la fe y la desesperación cuando Iván describe cómo será ese día futuro del año 2026 en el que anhela decirle a las autoridades migratorias: “Nuestra situación ya se resolvió, pero aquí vengo a darles las gracias de corazón. Ya no necesito el refugio, ya Nicaragua es otra cosa”.
En la casa de Enrique, el líder estudiantil exiliado, hay manchas de sangre en el suelo. Son de Madona, su perra, que está en celo y le observa fijamente desde el sofá mientras se prepara para ser fotografiado. Enrique está ordenando en la mesa del comedor su bien más preciado: los papeles que evidencian su excelencia académica. En la dureza del exilio también ve una oportunidad. “Esto es algo que nos puede servir a toda una generación de jóvenes para que todos los aprendizajes que estamos teniendo, no solo en Costa Rica, sino también en España y Estados Unidos, los implementemos algún día en nuestro país”, explica.
Enrique no ha perdido ni un solo minuto. Apenas en su primer año de carrera logró participar como candidato a las elecciones del Consejo Universitario de la Universidad de Costa Rica. Esa pequeña muestra de transparencia democrática, la primera que experimentaba en toda su vida, le dio esperanza. “Yo tengo un sueño loco; algún día, cuando esté mejor preparado académicamente y sane todos estos procesos psicoemocionales que estoy pasando, quiero ser presidente de Nicaragua”. La misma semana que hablamos, a más de 5.000 kilómetros en dirección sur, un gobierno formado por antiguos líderes estudiantiles comienza a dirigir Chile. Es el tiempo el que dirá si aquel chófer de bus que conocimos al principio de esta crónica tenía razón al presagiar el retorno heroico de la juventud a Nicaragua.
Quizá su sueño no sea tan loco.
Este año ha demostrado que lo que está lejos importa más que nunca. En 5W encontrarás crónicas y fotografías que desentrañan las complejas relaciones entre territorios, personas y culturas, muchas veces lejanas. Por eso hemos decidido que nuestra campaña de Navidad gire en torno a esa idea. Y por eso te animamos a que te suscribas a la revista y nos ayudes a contarlo.
¿Por qué lo que está lejos importa?
Después de este 2020, marcado por la pandemia, esto no necesita ninguna explicación. Un virus lo ha puesto sobre la mesa, pero vale lo mismo para la salud que para la economía y la política. Por eso nunca se puede dejar de mirar lo que parece que está lejos. Por eso hacemos crónicas de larga distancia.
La emergencia climática conecta el deshielo del Ártico con las islas que desaparecen, a miles de kilómetros, en el delta de Sunderbans. Esta crónica explica los efectos del calentamiento global desde la mayor zona tropical de islas bajas del mundo. El clima y el medio ambiente son una de nuestras prioridades como revista en los próximos años: necesitamos más apoyo para hacer más coberturas en este ámbito.
Las decisiones que se toman en las grandes capitales afectan a algunos de los países más pobres del mundo. La guerra es una de las expresiones más extremas de este fenómeno. Las últimas dos décadas de Afganistán están marcadas por la invasión de Estados Unidos tras el 11-S. Pero tampoco la política doméstica de Estados Unidos puede entenderse sin esta guerra. Queremos tener más recursos para contarte los conflictos y lo que se cuece en las grandes potencias.
Las miles de muertes cada año en el Mediterráneo parecen no tener causa. Pero la tienen. Esas personas tienen un origen: la guerra, el hambre. Y las políticas migratorias de los Estados miembros y de la UE en su conjunto pueden cambiar sus vidas. Las migraciones han sido desde el principio uno de los temas que más hemos tratado, y de forma más plural, en 5W. Queremos seguir haciéndolo.
A veces todo es una cuestión de perspectiva. España llama Frontera Sur a ese territorio (Andalucía, las islas Canarias y las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla) redefinido y agrupado por su condición de umbral: por la llegada de personas desde África. Pero para los senegaleses que han cruzado el mar en patera o las marfileñas que han arriesgado su vida en una toy en el estrecho de Gibraltar, ese territorio no es Frontera Sur, sino Frontera Norte. Necesitamos más apoyo para contar los orígenes de tantas cosas.
Los derivados del petróleo están presentes en zapatillas deportivas, detergente, pasta dental, desodorante, perfumes… Y en muchas cosas en las cuales no pensamos. Esta crónica que cuenta los efectos de un vertido de petróleo en la Amazonía es un ejemplo de esa interconexión que siempre buscamos en la revista.
En Bangladesh, Indonesia, la India o Vietnam hay fábricas de las que sale la ropa que llega Occidente: las decisiones en el consumo importan. Asia es el continente más poblado del mundo, y no es el más cubierto en la prensa en lengua española. En 5W tenemos una predilección especial por Asia: ayúdanos a cubrir mejor este continente en perpetua agitación.
El coltán que se extrae en el este de la República Democrática del Congo es esencial para fabricar algo que usamos todos los días: los móviles. Hay ejemplos menos conocidos pero igual de importantes, pero investigar requiere esfuerzo y dinero. Necesitamos más apoyo para hacerlo.
Lo que está lejos importa más que nunca. Ayúdanos a contarlo.
Salarios bajos y alquileres que se han disparado en los últimos años por el auge del turismo: en Lisboa, este caldo de cultivo —que se repite en otras ciudades europeas— ha hecho que alquilar una vivienda digna quede fuera del alcance de muchas familias que sobreviven con un sueldo mínimo. La okupación de viviendas públicas vacías ha sido, para algunas personas trabajadoras, el recurso para obtener un techo en mejores condiciones.
Muchas de ellas son madres solteras migrantes, que han tomado la drástica decisión de okupar casas vacías para dar una vida mejor a sus hijos. Durante un año, el fotógrafo portugués Gonçalo Fonseca se adentró en la vida de varias de estas madres en Lisboa y también en las consecuencias que la pandemia tuvo para ellas. A algunas el estado de emergencia les dio el reconocimiento de trabajadoras esenciales a ojos de la sociedad: empleadas en hospitales, en residencias o en el cuidado de ancianos, trabajadoras de supermercados… Arriesgaban su salud a diario y eran aplaudidas desde los balcones. Pero su situación de precariedad no mejoró, dice Fonseca. A otras, la pandemia las dejó directamente sin empleo.
La okupación de pisos no es algo nuevo en esta ciudad de unos 550.000 habitantes, pero hace años la llevaban a cabo mayoritariamente personas sin trabajo, explica el fotógrafo. “Con este proyecto empecé a notar que la mayoría de las okupas con las que hablaba sí trabajaban, pero cobraban sueldos muy bajos. Si eres una trabajadora precaria con dos o tres hijos, y lo único que puedes permitirte alquilar es una habitación, es muy complicado”.
El trabajo de Fonseca forma parte de un proyecto más amplio, New Lisbon, en el que documenta los cambios en la ciudad a raíz de su éxito turístico y las repercusiones en la población más vulnerable. Pero es un tema abierto, ya que con la pandemia han aparecido nuevos factores: la preocupación por la salud y la amenaza de una “crisis económica gigantesca”, dice. “Será muy importante seguir documentando estas historias para que no queden olvidadas”.
A través de estas imágenes comentadas por él mismo, Gonçalo Fonseca nos abre las puertas a las vidas de tres madres okupas en pisos municipales de la capital lusa.
Durante el estado de emergencia en Portugal, mientras la mayoría de la población dormía, Edna, de 30 años, madre de tres hijos y trabajadora esencial, preparaba su traje de protección para afrontar un turno de nueve horas como asistenta domiciliaria para el cuidado de ancianos en Lisboa.
Edna llegó a Portugal de muy niña desde São Tomé y Príncipe, antigua colonia portuguesa. Sus padres eran de Cabo Verde; su madre migró a Portugal en busca de una vida mejor y, cuando sus condiciones económicas lo permitieron, trajo a sus hijos. Con 15 años Edna quedó embarazada de su novio, lo que le generó graves problemas en casa de su madre: se vio obligada a marcharse y durante un tiempo vagó sin rumbo, hasta que encontró un piso vacío en la zona de Chelas, un barrio de Lisboa lastrado por la fama de ser un centro de narcotráfico. Poco a poco fue convirtiendo ese espacio en un hogar, pero fue desahuciada solo unos días después de tener a su segunda hija. A aquel primer desahucio le seguirían, en los años sucesivos, otros cuatro. El padre de sus hijos está ausente, y es ella la que lleva el peso del hogar. Desde hace cuatro años ocupa un piso municipal con tres habitaciones que se encontraba vacío. Es un espacio que jamás podría pagar en el mercado de los alquileres.
Edna posa en el edificio en el que vive con el equipo de protección que usa durante su jornada laboral. “Todos los ancianos a los que cuidamos están asustados, encienden la televisión y solo ven miseria. Muchos de ellos no tienen con quién hablar. Tú eres el único contacto que tienen con la calle, así que tienes que decirles que las cosas no van tan mal”, contaba Edna el pasado mayo.
En su labor de apoyo domiciliario ayuda a los ancianos en su higiene diaria, les lleva comida, les asiste en sus necesidades, les da conversación. Dos de los hijos de Edna tienen problemas de asma y ella tiene miedo de llevar la covid-19 a su familia, pero al mismo tiempo se siente responsable de la gente a la que cuida: dice que si no fuera por ella, estas personas estarían totalmente aisladas. No dejó de trabajar ni un día durante el estado de emergencia.
La mayoría de residentes de Lisboa no se acerca al barrio de Chelas porque tiene fama de ser muy peligroso. Cuando sale en los informativos es por haber sido escenario de algún crimen o de alguna detención de bandas de narcotraficantes. Con esta imagen quería enseñar el entorno y mostrar que es un lugar normal.
Se estima que hay cientos de pisos municipales okupados en Lisboa. Las cifras son muy difíciles de obtener, el Departamento de Vivienda no las hace públicas. Los activistas y políticos con los que he hablado dicen que son “cientos”, sin precisar más. Los pisos okupados son generalmente de propiedad municipal. No existe una buena gestión de la vivienda pública; es un sector que no recibe el presupuesto necesario.
En esta imagen aparece Fabiana, la segunda hija de Edna, jugando en casa durante el carnaval de febrero de 2019. Todos los niños de su escuela debían ir disfrazados ese día. En aquel entonces Edna no tenía trabajo y el dinero escaseaba, así que Fabiana se hizo una pequeña máscara de papel e iba jugando con ella por la casa.
Fabiana era un bebé de días cuando vivió su primer desahucio. Cuando hablo con los niños sobre cómo recuerdan las otras casas en las que vivieron, compruebo que también para ellos es un tema difícil. Es muy violento: de un día para otro se despiertan y está la policía en la puerta. La familia debe sacar todo lo que tiene y va para un almacén. Si no lo reclaman en seis meses, todos los objetos son destruidos.
Tomé esta foto mientras Edna revisaba la evaluación escolar de Fabiana, de 10 años. Al principio el confinamiento fue muy duro para los pequeños. Fabiana y sus hermanos seguían las clases de su escuela a través de una tableta pequeñita. Básicamente, se pasaban el día mirando la pantalla.
Con esta familia hubo una conexión muy especial. En muchos de los entornos en los que trabajo hay mucha violencia, se dan condiciones difíciles y muchas veces los adultos hacen sentir sus frustraciones a los niños. En cambio, este era un entorno de amor y cariño. En mis imágenes no quería reflejar solo que las cosas son difíciles y la vida tiene sus problemas, sino también enseñar que, pese a las dificultades, había un ambiente de mucho cariño.
Dam, de 40 años, es de Guinea Bissau y lleva algo más de una década en Portugal. Viene de una familia extremadamente pobre. Llegó a Lisboa, como la mayoría de los migrantes, en busca de una vida mejor. Es viuda y, además de con sus tres hijos, vive con su madre, anciana e impedida. Durante el confinamiento, acudía todos los días a su puesto de empleada de seguridad de un supermercado lisboeta.
Hasta hace dos años Dam vivía con su familia en un apartamento de una sola habitación por el que pagaban 450 euros, que era aproximadamente el 70% de su salario. Su madre vivía en la única habitación, y el resto de la familia —Dam y sus tres hijos de 19, 14 y 7 años— dormían en el suelo del comedor. La casa estaba en unas condiciones terribles: había ratas, cucarachas, de todo. Dam supo que tenía que tomar una decisión drástica. Una prima suya vivía en el barrio de Bela Vista y le habló de esta vivienda abandonada. Dam decidió trasladarse allí con su familia.
La casa okupada por Dam no tiene cristales en las ventanas: estas son huecos en la pared, así que están siempre tapadas para que no entre el frío. La luz que hay es artificial, ya sea de día o de noche. Eso hacía muy complicado fotografiar el interior de la vivienda: la luz era siempre la misma, lo que hacía difícil narrar las rutinas.
Un día que las visité el pasado febrero me encontré con que tenían una luz muy fuerte en el comedor, y pedí a Dam un retrato. Es un posado dirigido, pero le pregunté cómo se quería mostrar y puso esta pose de orgullo. Es tal y como es ella: una mujer determinada y poderosa, entregada a su familia.
La madre de Dam tiene problemas de salud y no se puede mover, está encamada desde hace años. Esta imagen la saqué muy temprano, como a las 7 de la mañana. Ese día Dam iba a dar un baño a su madre, a lavarle el pelo y cambiar las sábanas. Con esta foto busqué reflejar la enorme dedicación de Dam a su madre, que fue el motor que la llevó a cambiar de casa.
“No quiero llevar a mi madre a un geriátrico. Ella lo es todo para mí, fue ella quien me dio la vida. Ahora que es cuando más me necesita, ¿la ingresaría en un geriátrico? Nunca”, decía Dam.
Antes de conseguir un trabajo, Dam pasaba sus días dividida entre cuidar a su madre y buscar soluciones a su situación. Iba al banco de alimentos, buscaba subsidios, tenía muchas entrevistas de trabajo. Esta imagen la saqué un día en que la acompañé al banco de alimentos; después fuimos a un notario y luego a la Santa Casa de Lisboa, un lugar donde dan ayudas a la gente necesitada. Para hacer sus trámites ese día necesitaba muchos papeles y estaba un poco perdida.
En marzo y abril la demanda de ayuda alimentaria se disparó en Lisboa. El país estuvo en estado de alarma hasta principios de mayo, y luego declaró el “estado de calamidad”. Hubo restricciones y cierres de negocios, aunque la aplicación del confinamiento, por ejemplo, no fue tan severa como en España. No había que tener un justificante para salir. La Policía te podía preguntar adónde ibas y si no tenía sentido estar en la calle te mandaban a casa, pero sin multarte.
En esta imagen Dam se prepara para su turno como empleada de seguridad en el supermercado en el que trabaja, cerca de su casa, mientras su hijo pequeño, Gabriel, la observa. Tomé la foto a principios de abril. Estábamos todos muy asustados: todavía no sabíamos muy bien cómo se propagaba el virus, la situación era escalofriante. Yo había tenido síntomas en marzo y había pasado un mes confinado por precaución. Esta era la primera salida que hacía desde entonces. Había mucha preocupación.
Dam trabajó durante todo el estado de emergencia. Ni ella ni Edna pararon un segundo. Ella cobra el sueldo mínimo. Sus hijos, como los de Edna, atendían las clases a distancia, aunque en este caso sin mucho entusiasmo.
La pandemia hizo que Joana, de 36 años, perdiera su trabajo en una lavandería de Lisboa que dependía en buena medida del sector de la restauración. Desde hace algo más de un año okupa un piso municipal que estaba vacío en Ajuda, el barrio en el que se crió, con sus cinco hijos y dos nietas. Pero teme que ejecuten pronto un desahucio, ya que le llegó una orden hace unos meses. Antes vivía con su madre en un apartamento mucho más pequeño.
Joana vivió una gran parte de su vida en el País Vasco: fue un periodo muy complicado en el que sufrió violencia machista. Decidió regresar a Portugal tras una ocasión en la que el padre de sus hijos casi la mata. Ella es portuguesa, pero sus hijos son españoles. Pese a haber sido víctima de violencia machista, tiene la custodia compartida con el padre. Y, aunque tiene una orden de alejamiento, todas las decisiones o ayudas relativas a los hijos deben pasar por él.
Hace cinco años que Joana está inscrita en las listas para acceder a una vivienda social municipal, pero en este periodo no ha habido ningún avance.
En esta imagen aparece Joana con su hija pequeña, que tuvo con su pareja actual. Aunque el espacio no sea muy grande, de nuevo en esa casa hay mucho cariño. Los pequeños son niños que se muestran felices. Al fondo aparece sentada la hija mayor de Joana, Nicole, de 20 años, que a su vez es madre de dos niñas pequeñas.
En la casa hay un comedor, en el que duermen los niños sobre una cama hecha con una pila de mantas, y dos habitaciones: en una duerme Joana con su pareja actual, y en la otra Nicole con su novio y su bebé de meses.
La casa está muy bien ubicada y tiene sol todo el día. Por la tarde entra una luz muy cálida. Esta foto recoge un momento en el que Joana había tomado en brazos a la bebé de tres meses porque estaba llorando, mientras ella hablaba por teléfono. Todo pareció alinearse para formar esta imagen.
Joana espera recuperar su empleo en la lavandería. Su jefe le dijo que si se recuperaba el volumen de trabajo la llamarían, pero muchos restaurantes de Portugal corren el riesgo de cerrar y la lavandería dependía mucho de estos locales. En este momento sigue sin trabajo.
Tomé esta fotografía mientras Nicole, la hija de Joana, cambiaba el pañal a su hija, que en ese momento —el pasado enero— tenía tres meses. En la vivienda siempre hay bastante gente. Con esta foto quería mostrar una escena cotidiana de una madre cuidando a su hija. Nicole tampoco tiene trabajo actualmente. Su pareja sí, igual que la pareja de Joana: ambos limpian tanques de gasolina.
Esta imagen la tomé un día en que se estaba poniendo el sol. La pequeña se fue a explorar al balcón mientras Nicole la vigilaba. En ese momento la joven se relajó un poco y saqué la foto, con las dos pequeñas y su madre disfrutando del atardecer.
La familia está preocupada por la posibilidad del desahucio, puesto que ya les llegó una orden. Aquí, cuando la Policía o el Ayuntamiento descubren que hay alguien okupando una casa ilegalmente, emiten una orden de desahucio que les concede tres días para salir de la vivienda. Eso no quiere decir que después de esos tres días vaya la Policía. El plazo puede ser mucho mayor. Hasta este septiembre los desahucios están suspendidos en Lisboa, pero después va a haber una ola enorme.
Todas las mujeres fotografiadas en este proyecto están inscritas para obtener una vivienda de alquiler social desde hace años, algunas desde hace una década, pero por el momento sin éxito. Así que se encuentran entre dos abismos: el del mercado de los alquileres, que no les permite tener una vida digna, y el de la vivienda social, que es la que podrían permitirse pero a la que, por ahora, tampoco han tenido acceso. Ante la lenta e ineficiente gestión para otorgar este tipo de viviendas, decidieron okupar para salir adelante.
Las nubes lo envuelven todo en Mawsynram, un remoto pueblo en el estado de Meghalaya, en el noreste de la India. Con una media de más de 11.800 milímetros de precipitaciones al año —frente a los 450 milímetros anuales de Madrid o los 720 de Ciudad de México—, la pequeña localidad figura en el Libro Guinness de los Récords como el lugar más lluvioso del planeta.
En los meses de monzón, de junio a octubre, este rincón cercano a la frontera bangladeshí vive bajo una permanente capa de humedad. Lo más probable es que ahora mismo esté lloviendo. El clima ha esculpido un paisaje de cañones y colinas exuberantes, regados la mitad del año por ríos caudalosos y cascadas imponentes que desembocan en la llanura del vecino Bangladesh. Pero para sus habitantes también significa lidiar con inconvenientes cotidianos desconocidos en otros lugares del planeta. Los vecinos de Mawsynram deben cerrar a menudo puertas y ventanas para evitar que las nubes bajas entren en sus casas y lo empapen todo, y las actividades cotidianas se llevan a cabo bajo una capa de lluvia que, por habitual, parece pasar casi inadvertida.
El fotoperiodista Santi Palacios viajó en 2019 a este lugar, en uno de los siete estados de la región noreste de la India —enquistada entre Bangladesh, Bután, China y Birmania—, en busca de esa lluvia. “Me interesa la relación entre el individuo y el entorno, con el foco en un elemento muy importante: el agua”, explica. Descubrió un lugar con una naturaleza exuberante en el que el turismo aún está despuntando y con una cultura radicalmente distinta a la de otras zonas del país. La crisis climática alcanza también a esta esquina del planeta en forma de lluvias cada vez más irregulares: si bien la cantidad de agua recogida anualmente no ha disminuido, desde hace algunos años los días de lluvia son cada vez menos, aunque con precipitaciones más intensas. “En algunos lugares del mundo el proceso de desertificación avanza de manera prácticamente imparable, mientras hay eventos atmosféricos que cada vez se producen con más frecuencia, como las lluvias torrenciales. Todo apunta a que esto es una de las principales consecuencias de la crisis climática y uno de los problemas a los que más atención vamos a tener que prestar”.
A través de esta serie de imágenes comentadas por el autor, nos adentramos en este lluvioso punto de Meghalaya, uno de los estados más remotos y desconocidos de la India.
Llegué buscando el lugar más lluvioso del mundo, pero encontré mucho más que eso: una naturaleza impresionante y una cultura y un pueblo fascinantes. Mawsynram forma parte de las East Khasi Hills, territorio donde habitan los khasi, uno de los tres grupos étnicos —los otros dos son los garo y los jaintia— mayoritarios en Meghalaya.
En esta fotografía vemos el puente de dos pisos de raíces vivientes de Umshiang. Para llegar hasta aquí hay que descender 3.500 escalones, ya que se encuentra en lo más profundo de una zona selvática a muy pocos kilómetros de la frontera con Bangladesh. Los khasi llevan siglos construyendo este tipo de puentes con raíces de árboles de caucho, muy resistentes a la lluvia y las aguas torrenciales. Guían las raíces secundarias de estos árboles desde ambas orillas hasta que quedan unidas, las entrelazan y con el paso de los años se fortalecen. Lo más bonito de la historia es que estos puentes suponen un ejemplo de solidaridad intergeneracional: las raíces tardan tantos años en formar un puente, que quien lo comienza sabe que nunca llegará a utilizarlo. Lo hace para los que vienen detrás.
Esta es una cocina tradicional khasi, en la que el fuego está a ras de suelo. Hice esta fotografía en la aldea de Rynguyd, en uno de los valles de las East Khasi Hills. Aunque cada vez más hogares tienen hornillos eléctricos, muchos siguen utilizando la cocina tradicional de leña para preparar la comida.
La khasi es una sociedad matrilineal: al casarse, es el hombre el que va a vivir con la familia de la mujer —al contrario que en la tradición hindú—, los hijos llevan el apellido de las madres y también son ellas las que tradicionalmente heredan las tierras. Es una cultura matrilineal, pero no matriarcal. Ellas siguen siendo consideradas las responsables de los cuidados y tareas del hogar, y los hombres dan sustento a la familia.
Esta foto está hecha desde el pueblo de Ryngud poco después del amanecer, muy cerca de la frontera con Bangladesh. En época de monzón, esta zona está casi permanentemente cubierta por las nubes: las corrientes cálidas y cargadas de humedad provenientes de la vecina bahía de Bengala se concentran aquí y se condensan por la diferencia de temperatura en la meseta. De ahí proviene la neblina y humedad que se palpa en cada esquina, y de ahí también el nombre de Meghalaya, quizá uno de los más acertados de entre todos los estados indios: significa, en sánscrito, “la morada de las nubes”.
Esta zona me transmitió la sensación de ser uno de esos lugares recién descubiertos por los turistas. El turismo que llega es principalmente nacional: al ser una zona de montaña, en los meses calurosos las temperaturas son aquí mucho más agradables que en otros lugares de la India, como el estado vecino de Assam. El boom se ha producido en los últimos años: en 2013 solo había cuatro operadores turísticos en la localidad de Sohra, la principal de estas colinas, y hoy son más de cien. Este año, con el coronavirus, el turismo ha caído en picado.
En esta foto vemos la valla fronteriza que separa la India de Bangladesh, construida por la India. Se empezó a levantar a mediados de la década de 1980 para controlar la migración y el comercio clandestino desde el país vecino. Hoy hay unos 3.000 kilómetros de valla intermitente, lo que la hace una de las más largas del mundo. También es un lugar marcado por la violencia y los enfrentamientos. Solo entre 2000 y 2010 murieron por disparos de las fuerzas indias unos 900 bangladeshíes, según Human Rights Watch.
La foto está hecha desde el lado indio, cerca de la aldea fronteriza de Ryngku. Los terrenos cultivados que hay al otro lado del alambre de espino son considerados tierra de nadie, aunque los trabajan familias de la comunidad khasi: las autoridades les permiten cruzar la frontera para hacerlo. El hombre que aparece en la imagen es uno de estos agricultores. Más allá, comienza Bangladesh.
Hice esta foto en un puente colgante en territorio indio, de camino a un mercado fronterizo llamado Hat Thymmai. Dos bangladeshíes caminan hacia la frontera con su país: la división es tan porosa que a veces, para ir de una población bangladeshí a otra, lo más sencillo es cruzar territorio indio. El mercado de Hat Thymmai se celebra varios días a la semana desde hace tres años con permiso de las autoridades de ambos países, que permiten a indios y bangladeshíes unirse en este lugar para intercambiar sus mercancías.
Esta es una frontera que se dibujó de una forma extraña en 1947. El lugar me hizo recordar el libro Esta noche la libertad, de Dominique Lapierre y Larry Collins, que explica la forma en la que funcionarios británicos dirigidos por Louis Mountbatten, el último virrey de la India, dibujaron las fronteras de la Partición, dando forma a lo que fue Pakistán Oriental (el actual Bangladesh) y Pakistán Occidental (Pakistán). En ese juego de escuadra y cartabón, los oficiales británicos marcaron la frontera al pie de las East Kashi Hills; desde 1947 las montañas pertenecen a la India, mientras que la llanura forma parte de Bangladesh.
Esta imagen muestra a dos niños encima de un Sumo, el equivalente al transporte público en esta zona. En realidad son vehículos privados que hacen rutas entre los pueblos y aldeas de las montañas, y también los conectan con la capital de Meghalaya, Shillong. Ahora, con el coronavirus, este tipo de transporte ha quedado muy limitado.
Este Sumo estaba recorriendo el camino que lleva hacia Konthong, una pequeña aldea en la cresta de una montaña que hasta hace muy pocos años no disponía ni de carretera: para llegar había que subir las montañas a pie. El nivel de aislamiento es enorme; seguramente la entrada del turismo ha sido lo que ha llevado a crear y mantener nuevas carreteras. La niebla en los valles es constante, te engulle. Los desprendimientos y la falta de visibilidad hacen que los accidentes sean muy frecuentes.
Esta mujer vende frutas y verduras en el mercado semanal de Sohra, también conocida por el nombre utilizado durante la época del Imperio británico, Cherrapunji. Es la población que se ha convertido en referente del turismo en la región. Durante años mantuvo el récord del lugar más lluvioso hasta que Mawsynram se lo arrebató, y en sus alrededores se concentran los primeros hoteles que han ido apareciendo estos años. Está muy cerca la cascada de las “seven sisters” —las siete hermanas: así se conoce en la India a los estados del noreste, que tienen una geografía y una cultura particulares—, uno de los grandes reclamos turísticos de la zona.
Una de las cosas que sorprende es la mezcla de turistas locales indios y, al mismo tiempo, una población autóctona que se diferencia mucho en sus rasgos físicos y su idioma. Los khasi hablan muy bien inglés, además de su propio idioma. La mayoría no habla hindi, por lo que se comunican con el resto del país en inglés.
Esta foto está sacada en la carretera hacia Mawsynram, la localidad que ostenta el récord de lluvia. A medida que nos íbamos acercando, las nubes se iban comiendo la carretera hasta que quedamos totalmente envueltos por ellas.
Por estas carreteras no circulan muchos vehículos; son zonas de cultivo, en este caso de arroz. Como la visibilidad es muy reducida, la forma de identificarse entre los coches es el constante uso de la bocina.
Este es uno de los campos de arroz cercanos a la carretera hacia Mawsynram. Me encontré con una pareja que iba a trabajar su campo cubierta por knups, el “paraguas” tradicional de los khasi. Al apoyarse en la cabeza, esta especie de caparazones permiten tener ambas manos libres para trabajar en el campo. Tradicionalmente los knups estaban fabricados con bambú y hojas de árboles como el banano, pero las versiones modernas están recubiertas con plásticos, una manera más barata y efectiva de impermeabilizarlos. La mujer, en primer plano, lleva el knup revestido de plástico, y al fondo vemos al hombre con la versión tradicional.
Esta foto es una panorámica del Mawsynram. En 1985 el pueblo llegó a registrar la impresionante cantidad de 26.000 milímetros de lluvia. Aquello fue un año puntual: la media actual está en torno a los 12.000 milímetros.
En esta imagen se distinguen dos iglesias, pero en el pueblo, de hecho, hay tres: una católica, una evangelista y una presbiteriana. Los khasi eran originalmente animistas, pero hoy el porcentaje de animismo que queda es muy pequeño. El cristianismo es un legado del dominio de los británicos, que veraneaban en esta zona —la llamaban “la Escocia del este”— y evangelizaron a su población. Ahora, casi tres cuartos de los 2,6 millones de habitantes de Meghalaya son cristianos.
Hice esta foto una mañana en Mawsynram. Dos hombres estaban preparando los productos que iban a vender en el mercado de un pueblo cercano. Lo que atan son los cestos que utilizan los agricultores cuando trabajan en el campo para introducir lo que van recolectando. También tenían preparados varios knups fabricados por ellos mismos.
En ese momento estaba diluviando, como prácticamente cada mañana, pero es muy difícil fotografiar la lluvia cuando no puedes usar los contraluces de la noche como recurso. Son precipitaciones monzónicas; no suele llover durante todo el día, pero sí llueve casi todos los días.
Me encontré con esta imagen un día de mercado semanal en Mawsynram. El pueblo está en lo alto de una colina y las calles son estrechas y poco accesibles, así que los coches no suben hasta allí. Todo lo que hay que llevar al mercado se sube a pulso, en este caso sobre la espalda. Había varios jóvenes cargando con cerdos ya sacrificados para llevarlos a los puestos de las carnicerías. Eran puestos muy rústicos, en los que los animales eran despiezados sobre tableros de madera mientras estaba diluviando.
Meghalaya es una zona principalmente agrícola e históricamente una región pobre. Apenas hay más industria que la minería, y en los mercados de los pueblos hay sobre todo productos básicos: mucha fruta y verdura, y en menor medida carne y pescado. Todas las tareas las hacen bajo la lluvia, no paralizan las actividades porque esté cayendo un aguacero.
Una mujer mira por la ventana a primera hora de la mañana desde el interior de un taxi compartido en Mawsynram, a la espera de que suban más pasajeros con destino a Shillong, la capital del estado. Aunque la sensación era de que llovía muchísimo, varios vecinos me contaron cómo ellos tenían la percepción de que ahora llueve menos que hace unos años. Antes, decían, llovía durante semanas o un mes sin cesar. Ahora son raras las ocasiones en las que lo hace durante dos semanas sin descanso.
Y, por paradójico que parezca, algunos años hay problemas de abastecimiento de agua durante la época seca, de noviembre a marzo. La falta de sistemas apropiados de recogida de lluvia crea el absurdo de que los años de menos precipitaciones haya cortes de agua en el lugar más lluvioso del mundo.
Aquí nos encontramos a apenas un kilómetro de la frontera con Bangladesh. Desde lo alto de una de las colinas, vemos las llanuras de ese país completamente anegadas. En los meses del monzón, esta parte de Bangladesh se encuentra permanentemente inundada por las lluvias que caen por las laderas de las colinas Khasi. Un capricho de la partición de 1947: cuando llueve en la India, lo que se inunda es Bangladesh.
Fueron esenciales, son esenciales. El periodista Guillem Trius ha acompañado desde el principio del estado de alarma a varias de las personas que han trabajado en Cataluña para contener el coronavirus. Esta es la historia de la pandemia a través de sus ojos, desde mediados de marzo hasta hoy. Esto es lo que ha ocurrido mientras la mayor parte de la población estaba confinada.