La costa de los fantasmas

La frontera erigida por la UE entre Turquía y Grecia para contener a los refugiados ha sido testigo mudo de incontables tragedias en el último siglo

La costa de los fantasmas
Santi Palacios

Hay sonidos que recuerdan al silencio. El batir de las alas de una paloma en la cúpula de la iglesia de San Jorge de Ayvalik (Turquía) en una mañana de marzo, por ejemplo.

El barullo de los niños de un colegio y los gritos del mercado que se filtran por sus ventanales no hacen sino acentuar la soledad del templo, ahora convertido en mezquita. Las paredes han sido blanqueadas para borrar la imaginería cristiana, pero el altar, aunque sin sus iconos, ha sido preservado y continúa presidiendo el interior con toda su fuerza. A su lado, el mihrab (el nicho que apunta hacia la Meca) aparece pequeño, apenas un objeto auxiliar, como si los musulmanes que frecuentan el templo —turcos expulsados de Creta, Lesbos y Macedonia— creyesen estar ahí solo de prestado o como si esperasen que las mezquitas que ellos dejaron atrás sean tratadas con el mismo respeto.

Ese silencio es la voz de los ausentes.

El señor Nikos asciende rápidamente las empinadas calles de Mólyvos con ayuda de su bastón. Desde la cima del pueblo se divisa la costa turca, las cercanías de Ayvalik, de la que llegaron sus abuelos hace casi un siglo. Solo diez kilómetros de un mar azul intenso separan este punto del norte de la isla de Lesbos y el agreste litoral turco. Pero hay barreras invisibles: las leyes y la historia.

Las leyes marcan que aquí es Grecia y allí Turquía. Aquí es Unión Europea y allí no.

Nikos procede de una familia de ausentes. Y ahora ve cómo esas barcas de contornos difusos, dibujadas por los recuerdos familiares, adquieren consistencia. Ya no portan a los griegos que escapaban a toda prisa del avance turco, sino a sirios, afganos, iraquíes… Él los entiende: también sabe lo que es tener que abandonar el hogar. Cuando apenas tenía quince años, emigró de Lesbos a Venezuela: su padre, pescador, se había partido una pierna y él, el hijo mayor, tenía que proveer a la familia. Allí habitó durante dos décadas, antes de regresar a causa de una enfermedad que lo dejó parcialmente inválido. “Cuando aprieta el hambre, cuando te persigue la guerra, no queda otra opción que marcharse”, sentencia.

Refugiados se calientan ante una hoguera en un campo de Idomeni situado cerca de la valla metálica que divide Grecia y Macedonia. Santi Palacios

Esmirna en llamas

“En el muelle, entre la ciudad ardiendo y las aguas, se congregaron no menos de 50.000 refugiados”. La frase no está extraída de un artículo sobre la llegada de refugiados y migrantes a Europa, sino de la crónica de Roy Treloar, hijo de un comerciante de alfombras que, desde el puente del buque Armenia, anclado en el puerto de Esmirna, presenció el traumático fin de la ciudad que había conocido. El 8 de septiembre de 1922, las tropas turcas comandadas por Mustafa Kemal Atatürk hicieron entrada en Esmirna deseosas de vengar las tropelías cometidas por un Ejército griego que tres años antes había desembarcado en la costa occidental del mar Egeo, dispuesto a llevar a cabo la Gran Idea de anexionarse cuanto pudiera de aquel moribundo Imperio Otomano despedazado tras la Primera Guerra Mundial. Pero ese día de septiembre los soldados griegos huían desharrapados y dejaron tras de sí indefensos a miles de civiles.

Los barrios cristianos de Esmirna no tardaron en arder y las llamas se elevaron sobre sus elegantes edificios a lo largo de nueve días con sus noches. Griegos y armenios, que habían convivido durante siglos con turcos, judíos y levantinos en esta próspera ciudad portuaria, se lanzaron a los muelles, cargando bártulos, animales y todo aquello que pudieron salvar del incendio y el pillaje, en busca de los últimos pasajes de los barcos que partían hacia la salvación, hacia la cercana isla de Quíos, en manos helenas. Impertérritos observaban los buques de los Aliados, varados en la amplia bahía de Esmirna, mientras quienes se iban a convertir en refugiados quedaban a merced de la soldadesca del ejército turco victorioso. El sol, el humo y el agotamiento mellaban a las familias hacinadas en los muelles. “Lo peor eran las mujeres con bebés muertos. No podías convencerlas de que los abandonasen. Había quienes llevaban bebés muertos desde hacía seis días. Y no los soltaban”, narra Ernest Hemingway en su relato On the Quay at Smyrna, creado a base de retazos de testimonios de oficiales británicos que habían presenciado los hechos y a los que entrevistó luego en Constantinopla. Algunos, hartos de la espera, se echaban al mar, tratando de alcanzar los buques británicos, estadounidenses e italianos nadando entre el amasijo de cadáveres humanos y animales en que se habían convertido las aguas del puerto.

Hoy, Esmirna es una ciudad joven y vibrante que mira por encima del hombro a Estambul o Ankara, es la más liberal de las ciudades turcas, la más laica, la más refinada. Su espejo es quizá la ciudad griega de Salónica, otro crisol de culturas destruido por un fuego parecido (1917) y un odio nacionalista semejante. Ambas fueron reconstruidas como símbolos de las nuevas repúblicas, la turca y la griega, para dejar atrás su pasado otomano y romper con su atraso, pero también con su multiculturalidad. Por ello ambas exhiben su patriotismo con la furia propia del converso, quizá por miedo de que alguien les recuerde su pasado mestizo.

La guerra turco-griega (1919-22) no terminó en las aguas del mar Egeo, sino en los pasillos del palacio Beau Rivage, en la ciudad suiza de Lausana, donde ambos países acordaron un intercambio de población ideado por el noruego Fridtjof Nansen. A consecuencia, 1,3 millones de cristianos de Anatolia —en su mayoría griegos—, fueron enviados a Grecia, y medio millón de musulmanes en territorio heleno —muchos de ellos turcos— fueron deportados a Turquía. El acuerdo refrendó una limpieza étnica en toda regla que, si bien de acuerdo a los estándares racionalistas de la época podía parecer una idea brillante —estados étnicamente homogéneos, más fácilmente gobernables—, carecía de toda humanidad: miles de familias fueron expulsadas de sus tierras ancestrales y dejaron atrás para siempre su cultura y sus recuerdos.

Solo quedó el silencio de su ausencia.

Una valla en Poros (sur de Grecia) cerca de un punto de registro en 2012. Juan Carlos Tomasi

La nueva frontera

Así quedó sellada la frontera suroriental de Europa durante casi un siglo. Hasta que en 2015 volvió a quedar abierta en canal por otra crisis de refugiados cuyos orígenes, si se quiere, pueden trazarse igualmente un siglo atrás, cuando los poderes de la época decidieron dibujar con escuadra y cartabón las nuevas fronteras de Oriente Medio sobre los despojos del Imperio Otomano. “La Unión Europea solo se ha dado cuenta de la llamada crisis de los refugiados cuando le ha llegado a las puertas, pero empezó mucho antes”, lamenta Basak Kale, experta en migraciones y profesora de la Universidad Técnica de Oriente Medio de Ankara.

La historia de la puerta oriental de Europa se remonta una década atrás, a la firma de acuerdos entre España y Marruecos (Plan África, 2006) e Italia y Libia (Tratado de Amistad, 2008) que convirtió a los estados norteafricanos en gendarmes de las fronteras marítimas meridionales de la UE. Algo que trastocó de inmediato las rutas migratorias, desviadas así hacia el este, y que comenzaron a utilizar la frontera greco-turca como vía de entrada a territorio comunitario. Grecia y Turquía comparten una frontera terrestre de 206 kilómetros, en su mayoría delimitada por el río Evros o Maritsa, y otros 1.000 kilómetros a lo largo del Mar Egeo y, lógicamente, quienes trataban de ganar suelo europeo a finales de la primera década del siglo XXI lo intentaban por su tramo más seguro. Algunos lo hacían a la carrera, a través de las huertas del extrarradio de Edirne (noroeste de Turquía) que, sin impedimento orográfico alguno, llevan a territorio griego. Otros apostaban por cruzar el río en botes de goma.

Tras su apariencia de ciudad tranquila, agrícola, en Edirne comenzaban a florecer redes informales dedicadas al tráfico de personas. La pobreza y el ansia de prosperar empujaban a los más desfavorecidos a colaborar con las redes de tráfico humano. Los que tenían una casa cerca de la frontera se encargaban de vigilar. Algunos indicaban el camino a los migrantes a cambio de dinero. Otros les vendían, a precios desorbitados, botes hinchables con capacidad para cuatro personas en los que se agolpaban más del doble para atravesar el río Evros; las mismas lanchas que al otro lado del río los labradores de las localidades griegas de Orestiada y Nea Vissa recolectaban para que los más pequeños jugasen con ellas en la playa al llegar el verano.

El río Evros, en la frontera norteña entre Turquía y Grecia. Abril de 2012. Juan Carlos Tomasi

Según datos de la Policía helena, entre 2010 y 2012 murieron 112 migrantes ahogados o de hipotermia mientras intentaban cruzar el río fronterizo, pero el muftí musulmán de la provincia griega de Evros, Serif Damatoglu, aseguraba haber enterrado él mismo a unos 400. “Yo sufro mucho. Ves a esta gente que es tan joven y ha perdido la vida… y en ocasiones no son uno ni dos, sino grupos de nueve o diez a los que tienes que enterrar”, explicaba en 2013 en la aldea de Sidiro, en cuyo exterior había habilitado un pequeño montículo para enterrar estos cadáveres. Eran montones de tierra que la lluvia del invierno aplastaba sin misericordia. No había lápidas. Nadie conocía el nombre de sus ocupantes ni su país de origen. Ni cuántos miles de kilómetros recorrieron para venir a morir a las puertas de Europa.

En 2010, se registraron 55.000 cruces ilegales a través de esta frontera, por lo que se desplegó una misión de la agencia europea Frontex y 2.000 efectivos de la policía helena fueron enviados a la región. Al año siguiente, tomando como base un plan presentado por el Ejército, el Gobierno griego comenzó a construir a lo largo de la frontera un foso de treinta metros de ancho y siete de profundidad que, cubierto de agua, debía servir de disuasión para los migrantes, así como para detener lo que las autoridades griegas describieron como una hipotética “invasión turca”. “Si de lo que tratan es de detener a los inmigrantes, es una tontería, pues ahora ya cruzan a nado y en barca el río Evros, que es más ancho. ¿Qué más van a hacer? ¿Llenar el foso de cocodrilos?”, avisaba Gökhan Tuzladan, periodista turco de Edirne.

Refugiados y migrantes eran detenidos al cruzar por Evros la frontera entre Grecia y Turquía. Abril de 2012. Juan Carlos Tomasi

Debido a lo peregrino —y medieval— del invento, solo se construyeron 15  de los 120 kilómetros de foso proyectados. Meses después, el Gobierno heleno levantó una valla de cuatro metros de altura y coronada por alambre de espino a lo largo de diez kilómetros para sellar la pequeña franja fronteriza que no cubría el río. “Lo irónico es que Orestiada se construyó para los refugiados griegos expulsados de Turquía en la década de 1920, y los hijos de estos refugiados emigraron en 1960 a Alemania para ganarse la vida —lamentaba un activista de esta localidad fronteriza llamado Panos—. Ahora, construimos muros contra refugiados e inmigrantes”.

El resultado no fue, como se esperaba, acabar con las entradas irregulares en la Unión Europea, sino que las rutas se desviaron hacia el sur, hacia el mar Egeo. Quienes huyen son como los granos de arena de playa que uno intenta contener sin éxito en la mano: siempre encuentran la rendija a través de la que deslizarse. Aunque sean caminos más peligrosos.

Una tumba marina

Una griega en una playa de Lesbos ante los chalecos salvavidas que han dejado atrás los refugiados y migrantes que acaban de llegar. Diciembre de 2015. Santi Palacios

En marzo de 2013, Efstratios Dimu fumaba con ansia en el pequeño y solitario café de una aldea septentrional de Lesbos. Parecía confiar más en el tabaco que en las sagradas escrituras que manejaba a diario en su oficio de sacerdote; título que, por otro lado, le permitía trabajar en una labor no demasiado bien vista por algunos de sus convecinos: socorrer a los refugiados que, cada vez en mayor número, llegaban a las costas de la isla. Vestía un guardapolvo azul oscuro de bedel de escuela, cubierto de manchas, y lucía una barba cana desgreñada que le daba aspecto de Gandalf. Y, como el gigantón hechicero de las novelas de Tolkien, ocultaba tras su vozarrón gutural y el gesto de cascarrabias un corazón enorme, del tamaño de sus bastas manos de labriego. Su hijo, que trabajaba para la Guardia Costera, irrumpió en el local y, como quien da el parte meteorológico, anunció: “Han hallado tres cuerpos en una playa del sur”.

En el exterior de la morgue de Mitilini, la capital de la isla, cinco sirios hacían guardia sin que nadie los ayudase. Durante una semana habían recorrido las islas griegas en busca de noticias de nueve familiares a los que la nada parecía haber devorado. Cuatro de los sirios de Mitilini residían en Atenas, donde trabajaban en un taller textil desde que, a inicios de siglo, emigraron de su Alepo natal. Pero la dura crisis económica en Grecia les hizo repensar su situación y enviaron de vuelta a Siria a esposas e hijos, con tal mala suerte que, al poco de regresar, les sorprendió la guerra civil y los obligó a escapar de nuevo.

La última vez que hablaron con sus familiares se hallaban en el mar, en un bote pagado a los traficantes a razón de 1.000 euros por cabeza. “Nos dijeron que el mar estaba tranquilo y no había viento. Ya veían las luces de la costa de Lesbos”, relató uno de los sirios de la morgue. ¡Lesbos y el litoral turco parecen tan cercanos! Hasta que la guerra las separó, Mitilini y Ayvalik eran prácticamente la misma ciudad: una y otra se miran a la cara y se ven reflejadas en su arquitectura similar, en sus fábricas de jabón, en sus prensas de aceite de oliva… Pero la costa del mar Egeo es engañosa: apenas las barcas dejan atrás el resguardo de las bahías, se ven sometidas a fuertes corrientes marinas que desestabilizan las endebles pateras. Además, en aquella época había que sortear como fuera a los guardacostas griegos, que no dudaban en repeler las embarcaciones hacia aguas turcas o dejarlas a la deriva tras inutilizar sus motores.

Husein, uno de los sirios, penetró en la morgue y salió con el rostro descompuesto. Es muy difícil identificar un cuerpo que ha pasado varios días en el mar. El cuerpo absorbe las aguas, se infla hasta desfigurar los rasgos de la cara. El hedor putrefacto y terrible de la muerte nubla los sentidos y el cerebro se niega de plano a aceptar la tragedia. Pero Husein reconoció a su cuñada por un pendiente, y a su sobrino por los zapatos. En los días siguientes, mientras nuevas pateras cargadas de refugiados sirios y afganos llegaban a las costas de Lesbos, el mar impasible y cruel fue escupiendo, por turnos, al resto de parientes de los cinco sirios.

No fueron los primeros ni los últimos en morir en esta travesía. Pero eso no arredró a quienes huían de las bombas o de los calambres del estómago. Más de 50.000 surcaron estas aguas en 2014 y casi 900.000 en 2015, de los que 806 hallaron la muerte en el fondo del Egeo. El flujo se redujo considerablemente cuando entró en vigor el acuerdo entre Turquía y la Unión Europea firmado en marzo de 2016, y cuyo objetivo era volver a coser las ranuras de esta frontera.

Pero no se detuvo por completo.

Refugiados afganos en un bote inflable luchando contra el temporal para llegar a las costas griegas. Octubre de 2015. Santi Palacios

Pocos días después de la firma de este acuerdo, considerado ilegal por organizaciones de defensa de los derechos humanos, Imad y Ammar recorrían, en busca de un traficante que les garantizase un pasaje a la isla de Lesbos, las mismas calles de Esmirna que devoró el fuego de 1922, desconocedores de su historia. Imad huía de otro fuego: de los proyectiles cargados de gas cloro utilizado, según él, por Estado Islámico contra su hogar, una aldea turcomana a media docena de kilómetros de Kirkuk, en Irak. Una hija suya de ocho años había muerto de asfixia en el ataque; su hermano había sido ejecutado de un disparo por los soldados de la yihad. Él había emprendido el peligroso viaje hacia Europa con la intención de llegar a Alemania, trabajar y poder enviar dinero a quienes quedaban de su familia, acogida en un campamento de refugiados del norte de Irak, así que durante el periplo había adoptado como compañero de viaje a Ammar, de quince años y huido de Raqqa (Siria). Le recordaba a uno de sus hijos.

Desde su atalaya en una cima del norte de Lesbos, el señor Nikos seguramente sabe que continuará viendo llegar las barcas de los refugiados, más aún cuando el presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, amenaza con abrir las fronteras si la Unión Europea continúa criticándolo. Llegarán como lo hicieron sus antepasados hace casi un siglo: extenuados y cargados de miedos y esperanzas. Tratando de librar los obstáculos que siguen poblando de fantasmas esta costa, esta frontera tan joven y ya maldita. Con su castellano oxidado, pero dulcificado por el vaso de anís que tiene entre manos, Nikos entona una melodía aprendida en tierras extranjeras:

“Volveeeeer

con la frente marchita,

las nieves del tiempo

platearon mi sien”.

Siempre se vuelve.

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