Serbia, refugio helado

El frío golpea con dureza a miles de refugiados bloqueados en los Balcanes

Filas interminables de gente aterida, refugios sin electricidad, ni agua, ni letrinas en condiciones. Tan solo hogueras y mantas para combatir las gélidas temperaturas y una precariedad que lo envuelve todo. Las fotografías de Santi Palacios podrían haber sido tomadas en la Europa asolada por la Segunda Guerra Mundial de la década de 1940, pero pertenecen a la Europa de las fronteras cerradas de 2017.

En Serbia hay más de 7.000 personas bloqueadas a raíz del acuerdo entre la Unión Europea y Turquía que entró en vigor en marzo del año pasado, según cálculos de la ONU. “Lo que ahora se llama crisis de refugiados en Europa es probablemente la más mediática de la historia. Foto y vídeoperiodistas bombardeando permanentemente con estas imágenes a los medios, y estos a su vez las reproducen – aunque no tanto como nos gustaría-. Lo que no queda claro es si esto sirve de algo, o si perjudica a corto y medio plazo”, dice el fotoperiodista, que lleva años documentando las rutas de refugiados.

En unos antiguos almacenes abandonados en pleno centro de Belgrado, al lado de la estación central, un millar de personas procedentes de Afganistán y Pakistán combaten como pueden temperaturas extremas de varios grados bajo cero, mientras aguardan la oportunidad de cruzar a Hungría o Croacia. “Tienen que esperar varios meses para que sus familias recauden el dinero que les costará intentar cruzar la frontera con traficantes de personas. Están ahí sin nada”.

Nos adentramos en las naves abandonadas en Belgrado a través de las fotos comentadas por Santi Palacios; imágenes que, por las condiciones de vida que muestran, podrían ser de otro tiempo. “Cuesta creer que se estén sacando ahora. Ninguna persona de mi generación podía imaginar que en 2017 íbamos a estar tomando imágenes así en Europa. No sé cómo las veremos en un futuro”.

Un chico se está lavando al aire libre. Es por la mañana, temprano. La temperatura baja de cero grados y lo que era nieve ahora es hielo.  Calientan el agua en hogueras, dentro de bidones oxidados, y con eso se lavan. Utilizan viejas traviesas de madera, las que se usan en los raíles de los trenes, para alimentar el fuego. Eso genera un humo infernal en las naves en las que viven. Duermen en el suelo, en el barro… evidentemente no hay baños, ni duchas, ni nada parecido, y esta es la única forma que tienen de lavarse.

Estos chicos son de Afganistán, todos muy jóvenes. Algunos son menores de edad, otros tienen diecinueve o veinte años. Tratan de calentarse junto a una hoguera dentro de uno de los almacenes, iluminados por los rayos de sol que se filtran por las ventanas cuando amanece despejado. Ese humo negro y tóxico que generan las hogueras se pega al cuerpo y provoca un ambiente irrespirable, pero el frío hace que todos pasen la mayor parte del día lo más cerca posible, respirándolo constantemente. Muchos llevan seis, siete y ocho meses viviendo aquí.

Por las mañanas las temperaturas gélidas hacen que la gente tarde en salir a la calle. Dentro de los almacenes solo se ven mantas, y se escuchan toses en cada esquina. Fuera solo hay algunos valientes. En esta imagen, un joven transporta agua de una nave a otra para calentarla y lavarse. Ese día el termómetro marcaba nueve bajo cero.

Este chico se ha quedado dentro del almacén cuando casi todo el mundo está fuera esperando la comida. Está con la mirada perdida, los hombros encogidos, sin mover un centímetro del cuerpo. Esas son las condiciones en las que llevan meses durmiendo.

Ese instante, como tantos otros, me recordó a los relatos del libro Los rojos de ultramar, de Jordi Soler, en las páginas que hablaban del confinamiento de los refugiados españoles en la playa de Argelès-sur-Mer, al sur de Francia, durante la guerra civil. De cómo el frío congelaba el cuerpo en las noches bajo cero, y había ratas y gente tosiendo sin parar.

Este es uno de los cuatro autobuses que vi allí a lo largo de una semana. Recogían a los pocos que, de forma voluntaria, quisieran trasladarse a un campo “formal”. Se trata de lugares autorizados o abiertos por las autoridades serbias, pero no tienen ni la capacidad ni las infraestructura necesarias para acoger a tanta gente. El campo al que se están dirigiendo estas personas no dispone ni siquiera de baños todavía.

La mayoría no quiere ir a esos campos pese a las condiciones en las que viven fuera. Uno de los principales problemas -que se repite en todas las rutas migratorias– es la falta de información. Las personas que migran no tienen ni idea de cuáles son sus opciones, ni sus derechos, ni conocen cómo funciona el proceso de solicitud de asilo en cada país. Tienen miedo de ir a los campos y quedar encerrados. Muchos llevan un año, o incluso más, en ruta, y no quieren estancarse en un campamento durante un tiempo indefinido. De entre aquellos a los que pregunté, la mayoría dijeron que subían a los autobuses porque no soportaban más el frío y las condiciones de los almacenes abandonados. Pero iban con el objetivo de descansar para luego salir y seguir otra vez con lo único que les importa – y que nadie debería impedirles hacer-, cruzar la frontera.

Cientos de refugiados hacen cola bajo la nieve para obtener la única ración de comida que reciben al día. Es una de las escenas que no deja de repetirse en los Balcanes y en Grecia: filas de personas esperando para comer, para lavarse, para registrarse; esperando para todo. 

Todo son hombres, aquí no hay mujeres. A ellas les dan prioridad total para acceder a los campamentos oficiales. Y también es una cuestión más personal. Un chico joven puede tomar más fácilmente la decisión de quedarse en un sitio tan duro como estos almacenes. Las mujeres deciden buscar un poco más de protección en los campos oficiales.

El Gobierno serbio ha prohibido las ayudas de las grandes organizaciones formales, así que, una vez más, son personas organizadas quienes hacen el trabajo. Una ración de comida es muy poca gasolina para combatir el frío. Cada día, a la una del mediodía, un grupo de voluntarios se acerca hasta este lugar, y cada día se repite la fila de cientos de personas esperando obtener esa ración, que no siempre alcanza para todos.

Sin nada que hacer por no poder hacer nada. Gente joven con  -lo dicen y lo repiten- ganas de estudiar, trabajar y vivir su vida. Pero, según dónde hayas nacido, viajar de un país a otro puede hacer que pases varios años sin la posibilidad de hacer prácticamente nada. Muchos de estos chicos salieron de sus casas hace más de un año, pero aún no han llegado a ningún sitio.

Bahar, afgano de 32 años, trata de calentar la pierna que tiene escayolada. Regresó a los almacenes abandonados de Belgrado con una fractura tras intentar, por enésima vez, cruzar la frontera con Hungría. De hecho logró cruzar, pero la policía lo expulsó de nuevo a Serbia. Contó que se fracturó la pierna durante la detención.

Muchos dicen sufrir agresiones de las diferentes policías fronterizas, y muchos muestran heridas o cicatrices. Que les quiten los zapatos, los teléfonos, que les extorsionen, insulten, amenacen o que les retengan durante horas en el hielo son relatos muy frecuentes en los Balcanes; les ha pasado a muchos.

Un chico muy joven, menor de edad, se tira al suelo del almacén nada más entrar y se acerca todo lo que puede a una hoguera. Era de noche y fuera se había quedado congelado.

Hay muchos adolescentes y también niños, incluso de diez años, que viajan solos desde Afganistán. Sus familias pagan por el pasaje y les suman a un grupo que vaya a salir del país con la intención de llegar a Europa. Son niños que viajan y viven durante meses en sitios como este, solos.

Aquí tenemos una escena propia de la Europa del siglo XXI. Refugiados procedentes de Afganistán tratando de calentarse junto a una hoguera, fuera de los almacenes abandonados donde viven, bajo la nieve. Al fondo, lo que en el futuro será un complejo de apartamentos de lujo llamado Belgrade Waterfront, desarrollado entre el Gobierno y una empresa de Abu Dhabi.

Que las imágenes se traduzcan en acciones es algo que ocurre muy pocas veces de forma rápida y evidente, y más aún que lo hagan en acciones positivas. Pero a veces, con el tiempo, las fotografías acaban cumpliendo su función. Como siempre, también espero que las que se están haciendo este invierno en Belgrado acaben siendo una patada en la cara para quien más se lo merezca.

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