Las esposas, las esclavas y los hijos de Estado Islámico

Entramos en una cárcel libia que nos muestra el lado oculto del grupo yihadista y de su guerra

Las esposas, las esclavas y los hijos de Estado Islámico
Ricard G. Vilanova

—Me casaron primero con un sudanés. Fui su regalo. Al cabo de unas semanas murió luchando y me entregaron a otro combatiente de Estado Islámico. Era de Túnez.  

Shihan es eritrea. Estuvo bajo el yugo de los yihadistas en Sirte y, a sus 26 años, espera un hijo del hombre que la convirtió en su esclava sexual.

—Le odio. Solo venía a acostarse conmigo. No quiero tener un hijo suyo. Quiero interrumpir el embarazo. Quiero salir de aquí y abortar.    

Shihan está encerrada en la prisión de la Academia de las Fuerzas del Aire de Misrata, en Libia. La investigan porque la rescataron en territorio de Estado Islámico durante la ofensiva que acabó el pasado 5 de diciembre. Según el responsable del centro, que pide el anonimato, deben descartar que ella y las otras ochenta mujeres que tienen retenidas sean cómplices de los yihadistas. Hasta entonces continuarán entre rejas.

Los sueños rotos

Judith, como su compatriota Shihan, partió de Eritrea en marzo de 2014 rumbo a Sudán, donde trabajó para pagar a las mafias un viaje a Europa. Pero cuando ya solo le faltaba surcar el Mediterráneo, Estado Islámico la secuestró y truncó su sueño.

—Veníamos en dos grupos. A algunos y algunas nos cogieron en Sirte y en Harawa [en la misma costa libia, 75 kilómetros al este]. Vinieron miembros de Estado Islámico y mataron a nuestros hombres porque no eran musulmanes. Uno de los guardias nos dijo que se habían llevado a nuestros amigos y maridos al mar. A nosotras nos casaron a la fuerza.

Judith viste una túnica oscura y un pañuelo rojo. Sus grandes ojos negros contrastan con su blanca sonrisa; sus facciones delicadas con su relato, tan duro. Judith se convirtió en un objeto sexual de los yihadistas, en reclamo para nuevos reclutas. Un episodio que recuerda al infierno sufrido por las yazidíes en Irak.

—Nos miraban y, si a alguno le gustabas, te decía que te fueras con él. No servía de nada llorar. A mí solo me casaron con un hombre, pero a algunas chicas las casaron con tres o cuatro. El mío era libio. Estuve tres meses con él. Cuando se iba, me encerraba bajo llave. No siempre me traía comida, y en el último mes tampoco tenía electricidad. No obstante, lo peor era dormir con él. Todas las chicas pedimos pastillas o inyecciones para evitar el embarazo. Pero no nos hicieron caso. Yo, por suerte, no me quedé embarazada.

Además de a su cautiverio, en los últimos seis meses también sobrevivieron a la guerra terrestre de las fuerzas libias y a los ataques aéreos norteamericanos.

—Los bombardeos no los sufrimos directamente, porque no nos pusieron en el mismo lugar que las esposas de los combatientes de Estado Islámico. Solo nos querían para acostarse con nosotras. Una vez sí que bombardearon dos de nuestras casas. Hubo una gran explosión, porque las propias esposas de los yihadistas habían llenado la casa de artefactos para demostrar que estaban preparadas para morir.

La falsa libertad

Las eritreas vivían bajo amenaza: si escapaban, las encontrarían y las matarían. Pese a ello, aseguran que trataron de huir cada vez que tuvieron la oportunidad. Shihan lo intentó enseguida.

—La segunda mujer que llegó a la casa y yo planeamos escaparnos. Fue antes de la ofensiva. Salimos a la calle y pedimos ayuda, pero nadie acudió. Los civiles tenían miedo a las represalias. Les podían hasta cortar las manos. Esa noche dormimos con las ovejas. Cuando al alba pedimos ayuda a un taxista, nos dijo que sin pasaporte no nos podía llevar a Trípoli.

Pero no desistió. Hace un mes y medio consiguió alcanzar las posiciones de las fuerzas libias.

—Durante la guerra, los yihadistas nos juntaron a las mujeres en una casa. Éramos un grupo grande. En un primer intento pudieron escapar tres. Después ocho más salieron corriendo, y cuatro días más tarde tuvimos nuestra oportunidad. Salimos en estampida hacia edificios ya liberados. Algunas acabaron heridas por las balas.

El primer destino para las mujeres y niños rescatados en Sirte es siempre el hospital de campaña. Allí reciben los primeros cuidados, porque llegan deshidratados y desnutridos. Pero después del chequeo médico, los llevan directos a la cárcel.  

Allí pasan los días entre altos muros coronados por un alambre de espino. Comparten celdas según su nacionalidad. Las iraquíes y las sirias duermen juntas, como las eritreas y las filipinas. Y sus hijos juguetean por el patio durante la única hora del día en la que les dejan salir. Aunque ya no viven bajo el califato, todas van veladas de la cabeza a los pies.  

Ricard G. Vilanova

Las enfermeras

Algunas se cubren por convicción, otras por miedo. Es el caso de la decena de filipinas que conviven en literas contiguas. En cuanto se echa el cerrojo de la celda, liberan sus cabellos y se muestran en chándal. Hablan un perfecto inglés. Son doctoras, enfermeras y profesoras de universidad cristianas. Dicen que los yihadistas las obligaron a convertirse al islam. Dos de ellas aceptan hablar, pero piden el anonimato. La mayor tiene 63 años y hacía 18 que trabajaba en el hospital de Sirte.   

—No quisieron hacernos daño, querían que nos convirtiéramos al islam. Al ser cristianas, solo podíamos conservar nuestra fe si pagábamos un impuesto desorbitado, y nos advirtieron de que si intentábamos escapar, nos matarían. La única opción viable era abrazar su fe. Nos dieron veinticuatro horas para pensarlo, pero en realidad no había elección. Durante tres meses estudiamos el Corán.

Recuerda hasta la fecha exacta de la conversión: el 25 de diciembre de 2015. El día más sagrado para los cristianos: Navidad. Los yihadistas sabían que contar con un equipo médico experimentado les sería crucial cuando comenzara la ofensiva.   

—No tenían trabajadores médicos, así que dependían de nosotras. Durante la guerra asistimos e instruimos a sus mujeres. No sufrimos abusos físicos, pero sí chantaje emocional. Nos amenazaron de muerte y nos pusieron un guardia que nos vigilaba.

Coinciden en que el peor momento del secuestro fue durante la ofensiva. Recuerdan que las iban moviendo de casa en casa y que sufrieron de cerca el intercambio de fuego.

—La última vez que nos trasladaron, oímos una explosión mientras preparábamos la comida. Solo nos daban de comer un par de veces al día y al final siempre eran macarrones. Me hirieron en el brazo —dice la mujer mientras se sube la manga y muestra una cicatriz.

Se le entrecorta la voz y rompe a llorar.

—¡Quiero volver a ver a mi familia, quiero pasar el resto de mis días en Filipinas! ¡Quiero morir allí!

La más joven toma la palabra.

—La primera vez que intentamos escapar fue durante la guerra. Pero nos cogieron enseguida. Como represalia separaron al único hombre que estaba retenido con nosotras. No sabemos qué fue de él.

El 24 de octubre lograron escapar de las garras de los yihadistas.

—Estábamos muy asustadas. Una vez en la calle no sabíamos adónde ir, porque miraras donde miraras caían bombas por todas partes. Oímos unos gritos de “Allahu Akbar” [Dios es grande] y no sabíamos si eran de gente de Estado Islámico o de las fuerzas libias de Misrata. Pero nos acercamos y eran combatientes libios.

Hace un silencio y pide a las demás internas que cierren bien la puerta de la celda. Baja el tono y añade:

—Es normal que sospechen de nosotras, pero ya se lo hemos contado todo. Los líderes del grupo nos conocen porque hemos estado bajo su custodia durante un año y un mes. Hemos tenido contacto con el califa. Ahora necesitamos protección. En esta prisión hay mujeres de combatientes de Estado Islámico. Nosotras solo somos sus víctimas. Tenemos mucho miedo.

Pensaban que habían corrido hacia su libertad, pero de momento continúan encerradas. Les han confiscado sus teléfonos móviles, su dinero. Se quejan de que no han podido hablar con sus familias ni con su embajada, aunque dicen que el trato que reciben de la policía libia es correcto. Nadie les sabe decir cuándo acabará la investigación. Cuándo acabará su vida entre rejas.

Las viudas

A lo largo de un pasillo gris se distribuyen las celdas a derecha e izquierda. Las mujeres y los críos están encerrados tras macizas puertas de hierro, con dos grandes cerrojos exteriores y un diminuto orificio con barrotes a la altura de los ojos.

Las celdas son amplias, limpias y con luz. Las literas se amontonan más o menos, dependiendo del número de internas que las comparten. En el caso de Broha y Emzaida, la única compañía son sus tres hijos. Aunque las fuerzas libias sospechan que en la recta final de la ofensiva ya no quedaban civiles, ellas aseguran que sus hombres lo eran. Las autoridades libias las interrogan e investigan si en realidad son esposas de altos cargos de Estado Islámico y si han podido tener un papel activo en el grupo.

Ricard G. Vilanova

Broha remueve un pequeño pote. Sienta a su hija de año y medio entre las piernas y le va dando la papilla a cucharadas. La pequeña abre la boca sin rechistar. Su madre, una joven de Bagdad, no quiere abandonar Libia. Se casó con un libio.

—Vinimos a Libia en 2012 porque en Irak no había ni trabajo ni seguridad.

Pero ahora es viuda.

—Mi marido murió en un bombardeo. Intenté huir tras su pérdida, pero me encerraron y me castigaron. También me amenazaron con casarme con alguien, pero quedaron asediados en pocos kilómetros y en cuanto pude escapar llegué al territorio controlado por las fuerzas libias, enarbolando una bandera blanca.

Esta imagen, la de mujeres y niños alzando banderas blancas, fue muy habitual durante el último tramo de ofensiva. Pero Broha tiene miedo. La tienen encerrada desde entonces en este centro penitenciario de la Academia de las Fuerzas del Aire de Misrata.

—Llevo dos meses en prisión. Con la misma ropa. Quiero llamar a mi familia en Bagdad para decirles que estoy viva, pero nos prohíben tener teléfonos móviles. Me preguntan constantemente cuál era mi relación con los yihadistas y mi respuesta es siempre la misma. Los detesto porque mataron a mi padre y a mi hermano en Irak.

Duerme con su hija en la litera de abajo —la de arriba no tiene colchón— y a un metro de distancia de Emzaida, que también mete en la misma cama a sus hijos de dos y cinco años. Ella tiene 26.

Emzaida es siria, de la ciudad de Alepo.

—Mi marido murió en Sirte durante el Ramadán, en junio, en un ataque aéreo. Era libio, de la ciudad de Bengasi. Éramos civiles. Cuando te quedabas sola, Estado Islámico te obligaba a casarte con combatientes. Muchos se casaron con chicas sirias. La vida era muy difícil con ellos. No teníamos suficiente comida para los niños. Por eso decidí escapar.

Si las descubrían intentando huir, las castigaban y les buscaban un hombre que las tuviera controladas.

—Hasta tres veces lo intenté. A la tercera, los yihadistas me encerraron en una prisión. Me casaron con un hombre y me obligaron a quedarme en Sirte.

Cuando ya había desistido, la encontraron las fuerzas libias.

—Me rescataron los combatientes libios, junto a mi hijo y a mi hija. Ahora solo deseo reunirme con mis padres y mis hermanos. Sé que están en uno de los campos de refugiados de la ciudad de Kilis, en el sur de Turquía. Me gustaría visitarlos algún día cuando salga de aquí. Pero yo me quiero quedar en Libia.

En la celda hay una tercera litera. Les sirve para acumular montañas de pan duro que ablandan con un poco de leche para dar de comer a los niños. En un lado también tienen estofado en un gran cazo. En la cama de arriba, biberones, toallitas y algún que otro juguete.

Por la prisión también corretean niños que no acuden a ninguna mujer.

—Son huérfanos. Los encontramos en Sirte, en zona de Estado Islámico —aclara uno de los guardias, que viste de militar y deambula de punta a punta del pasillo.

Para muchos de esos críos, Sirte era su casa y el lugar donde vieron a sus padres por última vez. Uno de ellos, de no más de ocho años, aparece y desaparece intentado llamar la atención. Lleva una sudadera gris y sonríe con aire travieso. No habla. Una palabra le basta para explicar cómo su padre acabó con su propia vida.

—¡Boom! —dice abriendo los brazos desde la barriga hacia el cielo.

Ricard G. Vilanova

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