Buenaventura: Los olvidados del puerto

Un triángulo de violencia, desarrollo excluyente y corrupción enturbia las aguas del principal puerto de Colombia

Buenaventura: Los olvidados del puerto
Javier Sule

Los ecos de los diálogos de paz que el Gobierno colombiano y la guerrilla de las FARC mantienen en La Habana suenan de lejos en el puerto de Buenaventura, el más importante de Colombia, por donde entra y sale el 60% del comercio internacional de país. En esta ciudad del Valle del Cauca, considerada hasta hace poco una de las más violentas del mundo, las bandas criminales, la corrupción y la sed de inversiones hacen aún más profunda la brecha entre las comunidades locales y el circuito económico portuario.

Montañas de contenedores se apilan en este puerto bañado por las tranquilas aguas del Océano Pacífico. Con cerca de 400.000 habitantes, en su gran mayoría afrocolombianos, Buenaventura es la gran ventana del comercio exterior de Colombia. Las grúas de sus modernas terminales mueven cada día millones de dólares en mercancías, entre ellas el 80% del café que Colombia exporta al  mundo. Pero a pocos metros de los contenedores empieza un escenario de precarias casas donde malviven miles de personas en un contexto de violencia, pobreza y exclusión.

Las cifras dan una idea de este contraste. El puerto mueve unos quince millones de toneladas de mercancías al año, absorbe grandes inversiones (más de 280 millones de dólares solo en 2015) y es eje de una quincena de macroproyectos de infraestructuras. Pero cuando los números se refieren a la población, lo que revelan son 170.000 casos de desplazamientos forzados, más de 7.000 homicidios y 1.400 desaparecidos desde el año 2000. El 60% de los habitantes son pobres, las tasas de violencia sexual están entre las más elevadas de Colombia y solo el 60% de los niños en edad escolar son atendidos de forma integral.

Asentado sobre la violencia

El espacio humanitario de Puente Nayero, en Buenaventura. Javier Sulé

La importancia de Buenaventura, a unos 130 kilómetros de Cali, radica en su ubicación privilegiada. Es una salida natural de Colombia a la cuenca del Pacífico, está a pocas horas de navegación del Canal de Panamá, que lo conecta con el Atlántico, y es equidistante de los puertos de Vancouver (Canadá) y Valparaíso (Chile), en los extremos norte y sur del continente americano. Además, es uno de los puertos de América más cercanos al atractivo mercado asiático.

El escenario en el que se ha expandido esta plataforma económica y logística no se puede entender sin repasar la historia de violencia que ha azotado la zona durante las dos últimas décadas. “Hace veinte años este lugar era un remanso de paz”, asegura desde su oficina Jesús Hernando Rodríguez, personero de la ciudad, una figura similar a la del defensor del pueblo a nivel local. Rodríguez recuerda que los años de sangre y plomo de Buenaventura comenzaron a finales de la década de 1990, con el creciente papel del puerto en la ruta del narcotráfico y la llegada de los grupos armados. Primero las FARC, luego los paramilitares y, a partir de 2005, fueron bandas criminales (bacrims, herederas de los paramilitares) las que protagonizaron una lucha encarnizada por el control del territorio, importante ruta de salida del narcotráfico. Llevaron a cabo masacres, desplazamientos, secuestros, extorsiones. Utilizaban el miedo de la población como garantía de impunidad.

En 2014, tras una intensa campaña de Human Rights Watch, la brutal violencia que sufría la ciudad fue por fin objeto de atención pública. El descubrimiento de las llamadas “casas de pique” —lugares donde las bandas criminales desmembraban a sus víctimas— saltó a las portadas de todo el país y el presidente colombiano, Juan Manuel Santos, decidió enviar 2.500 miembros de las Fuerzas Armadas para militarizar la ciudad. Mientras tanto, de espaldas a los barrios, el puerto continuaba imparable su expansión y las inversiones seguían llegando.

La intervención militar de 2014 permitió la detención de varios líderes de las bacrims y abrió un periodo de calma aparente, o al menos de violencia menos evidente. Pero, por debajo de la supuesta tranquilidad, los homicidios, intimidaciones y extorsiones persisten, según los líderes comunitarios. Fabi, de 52 años, trabaja de cerca con las víctimas de desplazamientos y abusos sexuales a través del movimiento Madres por la Vida, que es parte de la galardonada Red Mariposas de Alas Nuevas. “Todos los días hay muertos, personas desaparecidas, pero no se ven en las cifras globales porque están los megaproyectos (de infraestructuras). En una ciudad violenta nadie va a querer invertir”, asegura esta afrocolombiana, que en su día fue víctima por partida triple. A su hijo lo mataron hace nueve años los paramilitares en el porche de su casa,  tiene dos primos desaparecidos y se vio obligada a dejar su vivienda en 2006 por los asaltos de las bacrims. “Había balaceras desde las dos de la tarde hasta las diez de la noche, a veces desde las ocho de la mañana. Pasaban por delante con tremendas armas, había bombas por todas partes… Era algo espantoso”, recuerda.

La violencia actual es menos visible porque los grupos de poder se han consolidado, porque el puerto mueve grandes intereses económicos y porque, según Fabi, quienes la sufren no se atreven a denunciar. “Los malos son pocos, los buenos somos más. Pero los buenos estamos atemorizados”.

También el personero de Buenaventura opina que el descenso que reflejan las cifras oficiales de violencia es engañoso. “Ahora no se ven asesinatos, pero sí desapariciones no resueltas”, afirma. Y la violencia, añade, se concentra en buena parte en las zonas vinculadas a proyectos relacionados con el puerto.

Excluidos del progreso

Ropa tendida junto a los contenedores en el barrio de la Inmaculada de Buenaventura. Javier Sulé

El puerto de Buenaventura está en manos privadas desde 1993, cuando bajo el mandato del presidente César Gaviria se puso fin al monopolio estatal y se entregó en concesión a la Sociedad Portuaria Regional de Buenaventura (SPRBUN), una sociedad anónima con capital mixto. Más tarde entraron otras como Cementeras Asociadas (Cemas) y Grupo Portuario. Y en 2005 se iniciaron los trámites para empezar a construir la terminal de contenedores TCBUEN, filial de la firma catalana Grup Marítim TCB (Terminal de Contenidors de Barcelona) que comenzó a operar en 2011. En septiembre de este año está previsto que inicie sus actividades otra gran terminal, la de Aguadulce, con capital filipino.

Las grandes inversiones privadas no han hecho sino aumentar la brecha que separa a empresas y comunidades indígenas y afrodescendientes. Los movimientos civiles critican el “abandono histórico” que padece la ciudad de Buenaventura en cuanto a estructuras y servicios, aunque en las instalaciones portuarias nadie lo diría: los suelos están asfaltados, las oficinas son amplias y modernas y la maquinaria es de última generación. En cambio, más allá de las barreras del puerto muchos barrios pasan días sin agua potable, cientos de casas se nutren de electricidad robada y no hay un hospital público de segundo nivel. “En esta ciudad, lo único que funciona es el puerto”, señalaba el senador Alexander López a finales de abril, durante una audiencia pública en Buenaventura para dar voz a los perjudicados por los macroproyectos.

El paisaje del puerto…
… frente a las viviendas tradicionales del Pacífico colombiano. Javier Sulé

Las dos caras de este desarrollo mal repartido son visibles en la Inmaculada, un barrio de unas 900 viviendas, casi todas de madera, literalmente pegado a la terminal de TCBUEN. Los vecinos, líderes comunitarios y diversas organizaciones denuncian que las actividades de la terminal y el movimiento de los gigantescos contenedores han provocado el derrumbe de al menos una vivienda y afectado a la estructura de varias. También critican la contaminación, el estruendo que causa el movimiento de contenedores, la pérdida de espacios comunitarios, el impacto ambiental y casos de abusos laborales. Y lamentan que la construcción de la terminal —ubicada literalmente en medio de dos barriadas habitadas— se hiciera de espaldas a la comunidad, sin la consulta previa que, según la ley, se debe hacer ante proyectos que afecten a comunidades indígenas o negras. Desde TCBUEN lo niegan, aseguran que todas sus operaciones respetan la legalidad y subrayan que la consulta no se hizo porque el Gobierno colombiano no lo consideró necesario.

La  construcción de la terminal de TCBUEN supuso además la destrucción de varias hectáreas de manglares y el dragado del fondo marino para abrir el acceso a la terminal, situada en uno de los estuarios que se adentran en la bahía de Buenaventura. Los pescadores que aún quedan en la zona afirman que esto, junto al aumento del tráfico marítimo al hilo del desarrollo portuario, ha reducido seriamente el volumen de capturas.

“En los últimos 15-20 años, todo ha ido a peor. Ahora hay que salir con la barca tres o cuatro veces al día”, dice desde su pequeña embarcación Carlos, un pescador de 40 años que lleva más de la mitad de su vida en el oficio. De lo que pesca, una parte la vende en el barrio y otra es para consumir en casa, con su esposa y sus tres hijas. Él forma parte de una comunidad cada vez más reducida: en los últimos 15 años los macroproyectos de Buenaventura han obligado a desplazarse a unos 4.000 pescadores artesanales, según ANPAC, la asociación que agrupa a este colectivo.

En tierra, los grandes proyectos de infraestructuras han dado un nuevo valor a la zona conocida como bajamar, habitada durante décadas por comunidades negras que ganaron terrenos al mar a base de elevarlos con una mezcla de basura y tierra.  En San José, el primer barrio de bajamar que formó parte del núcleo urbano, instalaron modestos palafitos de madera que carecen de casi todo. Ni tuberías, ni electricidad ni títulos de propiedad. El problema del agua es aquí aún más acuciante: tan solo un minúsculo tubo de plástico medio escondido entre piedras provee irregularmente a unas 90 familias. No hay alcantarillado y el calor multiplica los malos olores. El barrio está incluido en un macroproyecto para construir un malecón que obligará a los habitantes a abandonar sus casas. Por precarias que sean sus condiciones de vida, muchos se niegan a moverse. “El plan del macroproyecto considera esto como terreno deshabitado”, explica Álvaro, un vecino de 46 años y con cuatro hijos que vive de la compraventa de mariscos. “Pero estamos aquí —se queja, enseñando con un gesto de su mano lo evidente— sin agua ni electricidad. No nos iremos: nosotros hemos aprendido a vivir a la orilla del mar”.

Corrupción y conflicto

Buenaventura es una de las ciudades más pobres y violentas de Colombia. Javier Sulé

Próximo a San José se levanta otro barrio, el de La Playita, que acoge uno de los grandes logros en Buenaventura: el espacio humanitario de Puente Nayero. Aquí viven unas 200 familias que, unidas, plantaron cara a los grupos armados en 2014 y les negaron el ingreso a esta zona. La entrada a la calle principal está custodiada por algunos miembros de las fuerzas de seguridad, pero son principalmente sus habitantes los que mantienen el control.  “Antes, a las cinco de la tarde todo el mundo estaba en casa con la puerta cerrada. Ni perros quedaban. Ahora mira”, dice una mujer mientras señala la actividad en la calle. Muchas casas tienen sus puertas abiertas, y en el interior de una de ellas un grupo de jóvenes ve un partido de la Liga española. Frente a la que fue una antigua casa de pique, varias mujeres juegan a un bingo improvisado. Esta es una de las pocas zonas de Buenaventura, si no la única, en la que los comercios y familias no están sometidos a la “vacuna”, la práctica generalizada de extorsión que se ha convertido en una vía de financiación de las bandas armadas.  Las víctimas no denuncian por miedo, y sin denuncias las autoridades no intervienen.

La situación se ve empeorada por los elevados niveles de corrupción en el sector público. Solo dos de los nueve alcaldes elegidos popularmente desde 1988 concluyeron sus mandatos sin incidentes ni encontronazos con la justicia. De entre los siete restantes, uno tuvo que huir a Estados Unidos por amenazas de muerte, otro fue asesinado a tiros en una calle de Cali y el resto ha pasado por la cárcel o ha comparecido ante los jueces por irregularidades o fraudes durante su mandato. Este mismo mes de mayo las autoridades capturaron por segunda vez al exalcalde Bartolo Valencia, que ya había sido detenido anteriormente y dejado en libertad en 2015 por supuestas irregularidades en un programa de contratación de cupos escolares.

En un momento en el que el país negocia el fin de la histórica guerra que mantiene con las FARC desde hace más de medio siglo, Buenaventura es un catálogo de otros grandes retos que, en un aparente segundo plano, afronta el país latinoamericano. Quizá por eso los diálogos de paz entre el Gobierno y la guerrilla suscitan en esta ciudad portuaria grandes dosis de escepticismo. “Los acuerdos se escriben en Bogotá, pero los armados están aquí”, dice uno. “No va a haber paz en Colombia”, afirma otro. El personero de Buenaventura recuerda que las FARC son solo una pieza de un engranaje mayor de violencia, que incluye a otros grupos armados como el ELN y a bandas de delincuentes. “Hacen falta políticas públicas y falta mucho por arreglar. Se espera que con la firma del acuerdo se construyan nuevos espacios de diálogo con otros grupos. No será una paz total, pero ayudará”.

La periodista elaboró este reportaje gracias a un viaje organizado por la Taula Catalana per la Pau i els Drets Humans a Colòmbia.

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